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La inutilidad de la Semana Santa

En la Economía —o más bien en la «ciencia económica»— la utilidad es un concepto capital. Tanto es así, que en su momento existió una corriente llamada utilitarismo que acuñó el útil como unidad de medida. Aquello se vio que era una pamplina oronda y se desechó. La utilidad se mide en dinerito. Siguiendo esta lógica, lo más útil es lo que más dinerito dé o más dinerito sea capaz de generar. Así, o bien prostituimos cualquier ámbito de la vida, como ya ocurre, o lo relegamos de un escobazo a los márgenes de la existencia.

La Semana Santa, como gran fenómeno social, está en medio de este paradigma. Hace décadas vivía tranquila, a lo suyo, pudiendo, como lo fue, ser descubierta por alguna mente despierta que la retrató con diapositivas o con su pluma. Pero la globalización ha entrado por el aire, se ha colado por nuestros luminosos patios sin tener que forzar la puerta. Y nos ha ungido de su prisa. Y de su mentalidad productora-consumidora. Y ahora no podemos parar. Nada nos sacia. Así es la sociedad en que nos estamos moviendo. Por eso, a pesar de que el mundo cofrade es, por lo general, conservador y escéptico ante los cambios, se observan ramalazos mercantilistas. Por más que se ensimisme, la Semana Santa no es impermeable. Menos aún para un mercado voraz, capaz de hender cualquier barrera histórica, etnográfica o temporal. Al pensar en esto, no es necesario irse a pensar en transformaciones sinuosas, sino que basta con recordar la propuesta de cobrar una entrada a aquel que vaya a ver las cofradías, por ejemplo. Existen más señales, avisos parpadeantes que son, de la deriva que podemos estar tomando. Pero los dejaré, en este breve texto introductorio sobre el asunto, en el aire.

En este punto, todavía quiero pensar que inicial, me consuela mucho el antídoto que tenemos con la Semana Santa. Frente a la urgencia con que nos vemos obligados a hacer todo, se colocan nuestras cofradías. No es por contar las horas improductivas empleadas en ver todo lo que procesione entre la salida del Polígono de San Pablo y la entrada de San Gonzalo. Ni por la acumulación de paciencia esperando a la Esperanza, que aquí además queremos que el tiempo pase. Nuestra Semana Santa es un contrapeso cuando es capaz de bajar la alarma del despertador por ver a la Virgen de las Aguas en Molviedro. O que no exista más mundo que San Bernardo cruzando la calle Fabiola. Ahí está nuestra brevísima victoria, la contracorriente de nuestros tiempos, en que todo esto es inútil bajo la mira del mercado. La consciencia de dónde estamos, en qué día, en qué año, se troca en la consciencia de qué somos, en nuestra identidad. Somos cofrades andaluces. Y esto será hasta que se subvierta la atmósfera propicia, degradación tal que el paso de una cofradía sea un espectáculo útil, una función organizada con el sumo fin de la teoría económica dominante: la maximización del beneficio —económico, entendido este como monetario—.

Hagamos por preservar lo nuestro, no como propiedad enajenable, sino como nuestra forma de entender la vida.  Mientras en los bares nos encontremos con compadres y gente del Twitter, no habrá de qué preocuparse aún, la Semana Santa seguirá siendo tan inútil como la queremos.