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La mano de la vida

A mi padre

Veinte años se cumplirán el próximo 14 de abril desde que mi padre me llevara de la mano a conocer las Vísperas de la Semana Santa de Sevilla. Unas Vísperas que en el año 2000 tenían un solo protagonista el Viernes de Dolores: el Carmen Doloroso. Una cofradía joven y céntrica que nos permitía a nosotros, pueblerinos sin vehículo propio, con Plaza de Armas como templo de salida y entrada y con unos horarios que no permitían retraso alguno, acudir a contemplarla con tranquilidad.

Veinte años hace desde que el firmante de estas líneas conociera el Viernes de Dolores. Nueve años tenía entonces y las miras puestas no sólo en la celebración de los días grandes de la Pasión, sino en el de la Primera Comunión que recibiría el segundo domingo de Pascua. Fechas grandes que se avecinaban en esos días en los que viví algo más que las Vísperas y otras jornadas en las que ya participaba años antes: aquel año encontré en la calle a aquella Esperanza con la que había soñado desde pequeño.

Tiene el Viernes de Dolores una connotación positiva en mi entorno. Para sentirlo hay que escucharlo llegar, ver cómo el sol nos regala una mañana despejada que promete una tarde radiante y una noche plena de cofradías, para repetir las primeras estampas familiares o amistosas. Es el viernes de mantillas mañaneras y pequeñas cruces de madera en Benacazón y el de Villanueva del Ariscal abriendo a la Semana Santa la puerta del Aljarafe. Es el Viernes de la Función a mi Cristo de la Vera+Cruz y a mi Virgen de los Dolores en Umbrete. Medalla en pecho, mano en el Evangelio, inclinación a las Santas Reglas y labios temblorosos para acercarse a las manos de la Dolorosa de Juan de Astorga. Pellizco entusiasmado en un corazón alegre. Mirada feliz depositada sobre los que son causantes de esto. Mis amigos. Y mi familia.

Porque, ¡Qué importancia ha jugado el papel de la familia en la transmisión de la Semana Santa! Este redactor hubiera sido alguien con una identidad totalmente distinta si el padre, la madre, la hermana, el tío y otros miembros de la familia no le hubieran enseñado lo que ellos a su vez aprendieron de otros. Y sí, es cierto que después la experiencia también labra el sentimiento de uno. Pero esa experiencia está sujetada por una base, que es la infancia.

Con nueve años, mientras mi padre me llevaba de la mano a ver el Carmen Doloroso, yo desconocía aún aquellos versos de Cernuda que decían «Lo que así recreas es el Tiempo sin tiempo del Niño» y, aunque los hubiera conocido, no hubiera alcanzado a entender su impacto. Hoy recuerdo con cariño aquel primer Viernes de Dolores en la Ciudad de los Sueños. Poco antes de la salida cayó un chaparrón que nos hizo temer lo peor. Pronto salió el sol para dejarnos ver cómo las plumas del romano del misterio salvaban la ojiva de Omnium Sanctorum. Minutos después coincidimos con mi tío Chiqui y Paco El Maqui, con quienes visitamos los pasos de la Amargura y Montesión, ese año en San Juan de la Palma por obras en su capilla. Terminamos contemplando de nuevo al misterio del Señor de la Paz por la Alameda, en una de las primeras anécdotas más memorables que guardo de la Semana Santa.

Pero hoy no solo recuerdo aquel primer Viernes de Dolores. Recuerdo también el último, el del pasado año. Me llevé a mis dos sobrinos, de diez y siete, a patearnos la ciudad en la mañana. Y ahí fue donde comprendí a Cernuda. Yo les llevé de la mano, como años atrás hizo conmigo mi padre en tantos momentos de nuestra Semana Mayor. Empezamos el camino, cómo no, en las Puertas del Cielo, porque queríamos que allá donde fuéramos, viniese con nosotros el mensaje de la Esperanza. Después Francisco y Diego conocerían, mientras esperábamos para besar el talón al que se aferra Sevilla, la leyenda de aquel hombre que dejó de visitar al que Todo lo puede hasta que los papeles de anfitrión y huésped se intercambiaron. La mirada del Dulce Nombre hablándoles bajo su palio, el melancólico llanto de la Virgen Sola, el Triste semblante de la Dolorosa que se aferra a la Vera+Cruz y que no es otro que el de la esposa de un paisano nuestro. Y las Penas, y el Santo Entierro, y Santa Marta…

Han cambiado muchas cosas entre el Viernes de Dolores de 2000 y el de 2019. Para empezar, mi tío Chiqui ya no está entre nosotros, en presencia corporal. Y la hermandad del Carmen Doloroso ya lleva más de una década saliendo el Miércoles Santo. Luego vendría el placer de los sentidos al ver a Pino Montano sumergiéndose en los bloques de vecinos de su barrio en la noche, a Pasión y Muerte llenar de sobriedad las calles de Triana y al Cristo de la Corona enmudecer la Plaza del Triunfo. Entre el año 2000 y 2019 parece que se ha ido una vida, interrumpida en esta desconcertante primavera que nos ha tocado enfrentar. Pero hoy, tras ver la foto que me tomé con mis sobrinos el pasado año ante Nuestro Señor de la Sentencia aquella mañana, y después de salir a aplaudir junto al hombre cuyas manos me llevaron por vez primera a las Vísperas de la Semana Santa, he de decir que no. Hoy el Viernes de Dolores ha estado en mí como lo lleva estando en el ayer de mi memoria. Porque he sentido el Tiempo sin tiempo del Niño llegando, a través del recuerdo, a mi corazón. Y aquello que está en el corazón siempre permanece vivo.