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El hombro del estudiante

A estas horas ya me habría encontrado con Él. Como siempre hacía en aquellos Martes  Santos cuando la luz solar se derramaba sobre las cúpulas y pináculos de nuestra magna Catedral. Era el momento de buscarlo en el entorno del Alcázar o San Gregorio. Siempre nos veíamos sobre las cinco de la tarde, la hora del llanto lorquiano, la hora del llanto en mi corazón, el de lágrimas de deudas y suspiros de memoria.

A estas horas ya habría dialogado con el Cristo de la Buena Muerte, sumando una más a un amplio catálogo de conversaciones con quien durante años fue mi guía y mi consejero. A estas horas ya habría despertado en mí ese deseo de rejuvenecer y continuar cerca suya, por seguir portando esas carpetas y esos cuadernos donde caminaba, supuestamente, el conocimiento.

A estas horas habría cumplido uno de los rituales indispensables de mi Semana Mayor y la emoción habría abierto una nueva herida de recuerdos escritos por el ayer que sustenta el mañana. A estas horas en que la primavera madura junto a su Muerte, de mis labios habrían escapado, suavemente, como si no quisieran interferir en las oraciones de los hermanos, un agradecimiento infinito por ser compañía durante aquellos cuatro años de estudios en la Antigua Fábrica de Tabacos.

Pero hoy la emoción abre otro tipo de diálogo con quien es el Verdadero Templo del Conocimiento. La herida de los recuerdos vividos es ahora la de los deseos frustrados. Como aquel Vía Crucis de la Misión, el acto central de un amplio programa con jóvenes y universitarios que conmemoraba el IV Centenario desde que Juan de Mesa pusiera rostro al sacrificio redentor del Verbo. Aquella noticia, que escribieron mis ávidos dedos como el niño que desenvuelve el regalo más esperado, me permitió soñar con acercarme a Él aún más de lo que había estado aquellos años. Pues he aquí que, a pesar de mi edad, sigo poseyendo mi condición de estudiante. Y eran precisamente los estudiantes los que podrían llevar sobre sus hombros al Cristo de la Buena Muerte en aquel Vía Crucis que le llevaría a la Catedral.

La duda me hizo consultar y la consulta me hizo sonreír. No había ningún problema. El sueño comenzó a dibujarse en las comisuras de mis labios, en la piel erizada de quien sabe que pronto llevará la Verdad en sus hombros, en el horizonte de mis ojos cerrados mientras reflexionaba sobre ese encuentro con el Cristo de mis diálogos universitarios.

Pero el sueño se desvaneció como en un frenesís calderoniano y esa realidad que había de sacudirnos llegó para decirnos que las esperas seguirían siendo esperas, y que los diálogos tendrían que tomar el camino de la distancia. Como este que, desde el salón de mi casa en un pueblo del Aljarafe, lejos de aquella Capilla donde la Fe, la Historia y el Arte se concentran ante el Conocimiento mayúsculo, elevo hacia quien es la Prueba del Amor de Dios. Como hubiera elevado mi corazón al sentir sobre mis hombros al Cristo que, durante años, llevó mis oraciones en los suyos.