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Nubes lejanas

Los inescrutables caminos del señor te llevan a donde tengas que ir o lo que es lo mismo, a donde Él disponga. Y casi nunca se equivoca, casi nunca. Por eso a muchos nos manda fuera, lejos del hogar, y sean miles o solo cientos de kilómetros, irse lejos de casa es difícil. Porque «la casa» está compuesta de muchos elementos con un claro arraigo emocional y sentimental.

Dejas atrás tu vivienda, tu familia, tus amigos y esa suma de edificaciones ornamentales y prácticas a la que llamamos población. Y en ese rebujo de cosas tangibles e intangibles, también dejamos atrás a nuestra hermandad, que es una de esas instituciones que sin pertenecernos en propiedad la sentimos como tal. E irse de casa implica dejarla -o dejarlas- atrás.

De nada de lo que acabo de enumerar antes es sencillo desprenderse, pero quiero enfocarme en lo que se experimenta al dejar una hermandad, que es uno de los eslabones de nuestra cadena sentimental. Y una cadena la forman todos sus eslabones, sin uno de ellos estaría rota, incompleta, y además los eslabones no son estancos, se necesitan entre sí y toman sentido juntos.

Por eso cuando no estás tú, cuando tú no estás tu en tu ciudad, seguramente tendrás una ventana por la que asomarte cada mañana pero no verás tu iglesia. Irás a misa, pero no será tu parroquia y tampoco serán los comercios de tu barrio en los que compres.

Igual que cambias estas rutinas por otras, cuando te vas de tu hermandad, pierdes mucho de lo que te llena. No puedes asistir a los cultos de tus titulares, que te aportan la parte espiritual de pertenecer a una hermandad y además te recuerdan el sentido de tus creencias.

Te alejas de los ratos de convivencia y de fraternidad, pero de los rezos en solitario delante de tu titular, sin que haya nada ni nadie que se interponga y desembocando en una conexión mística. Pero si algo araña el alma al dejar tu hermandad es no poder estar en Cuaresma. El ambiente que se respira, de vísperas y de que algo se acerca imparable. Las noches de priostía entre tensiones, nervios y la torridez de los fundidores.

Ni sentirás la solidez blanda de las esponjas apuñaladas por los tallos. Y como cúlmen de esa previa, recoger la papeleta de sitio con la ilusión intacta. Si se valora y mucho cuando se tiene entre los dedos, no se puede cuantificar cuanto más se hace al escaparse de los dedos. Por eso la esperanza es volver, no para sentirlo, pues eso no deja de sentirse, sino para estar presente en cuerpo. Al menos ese día, el grande, el que todos sabemos.

En definitiva, pierdes lo material claro, pero lo intangible -y realmente importante- eso siempre irá contigo, vuelvas o no. Porque si el día de regresar nunca llega, por la voluntad inapelable de Dios y con tu parte de culpa, por más hospitalidad que recibas de los moradores de tu nuevo destino ni más cariño de una mujer que por amor allí te retenga, nunca habrás perdido tu casa, con sus vivencias, recuerdos y experiencias.