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El adiós de la Virgen

Todo parecía haber terminado. El mármol volvía a estar frío y nadie se convertía en trapecista infantil por las columnas. La pastosa somnolencia de la mañana -ese trance entre el hoy, el ya y el ayer-, también se había disipado. Ya no había miradas furtivas, ni falsos ecos de tambores, ni pechos enardecidos echando el pulso al sueño.

El barrio volvía al trasiego de los días, las tiendas han vuelto a abrir y la lluvia ha limpiado las aceras y los naranjos de su aroma y de sus frutos. En definitiva, nada había pasado. Tan solo la memoria, ese ir y venir constante del pasado, recobraba de vez en cuando la explosión de la vida que fue aquella mañana. La Virgen seguía en el palio. Sola. Sopesando la madrugada y la multitud. Millones de ojos se habrán cruzado con los suyos. Es en estos días cuando la Virgen descansa. Y piensa, y reflexiona, y siente. Y necesita. Es, quizás, de las pocas veces en que la Virgen nos necesita de verdad. Sola. Protegida tan solamente por el palio y por su, en ese momento, tosca estructura. Un desahucio de la luz. Un embargo de la alegría. La muerte del paso de palio. El descanso de la gloria.

Si no fuera por lo que marca el propio calendario litúrgico, nadie diría que estuviera feliz. ¿Resurrección? No. El hijo ha vuelto, sí. Pero ella sabía que volvería. Es más, de nuevo su atenta y cobriza mirada por entre los varales robustos. Nada descubrimos al decir que la Virgen, cuando amanece, desvela con los primeros rayos de sol su rostro cansado. Pero ese rostro cansado es de perfil adolescente, floral, fresco. De un trasnochar cualquiera. Se recuperará. Pero el rostro de ayer de la Virgen era el rostro de la madurez, la fertilidad, los años. El tiempo había pasado por ella irremediablemente. Nunca le había reconocido esos ojos. La Virgen estuvo ahí toda la noche para nosotros. Por nosotros. ¿Y ahora? ¿Quién está ahora?

Solo nosotros. Aquellos que, presentes (y, por qué no, ausentes pero con pensamiento y corazón presentes) mantuvieron con vida a la Esperanza. Porque yo vi que se moría. Que se consumía, mustia y pobre, entre nosotros. La ayudaron, poco a poco, a consumirse. Nada de abalorios, de artificios, de joyas. De la casa de la Virgen no quedó nada. Solo aquellos pétalos descoloridos en la sequedad del templo. También sin vida. ¿A dónde irán? ¿Quién cubrirá ahora el cielo de la Virgen de soles y coloridos?

Cayó todo rastro de divinidad. De majestad, de fortaleza. De seguridad. Estaba la Virgen sola. Indefensa. Vulnerable. Desamparada. Algo de aire, al fin, por los cabellos que olían a madre. A abuela. A hermana. Solamente las manos sosteniendo su propia intimidad. Sus secretos más escondidos. Sus perfumes más intensos. Sus ojos más tristes. Su poder más incontrolable. La Virgen caminó por donde caminamos nosotros. Nada de diciembre. Ese era el suelo de los hombres. Ese era el sendero de cada viernes. De cada problema, de cada miseria, de cada alegría.

Nos miró por última vez. Quiso decirnos algo que jamás conseguiremos descifrar. Un adiós, quizás. Si algún día la Virgen hablara, su única palabra sería adiós. Pero un adiós con el tono de la Esperanza. Un adiós que se convertirá en un “buenos días”. Era inmensa en su pobreza. Hiriente en la cuchillada de su sonrisa. Se detuvo. Suplicó. Se cerró la puerta, como quien cierra un ataúd y aferra sus manos a la madera limpia y fuerte. Se la llevaron. Y se perdió. La perdimos. Y en aquel supremo instante sentimos a la muerte atravesando nuestra fe con su guadaña de vacío. Ahora esperamos todos, de nuevo, la verdadera resurrección de la Esperanza en la mañana de cada uno de nuestros días.