Blog

Sobre el aire de la Cruz

Esperaban el momento, agolpados, conteniendo el alma a pulso. Sin embargo, nadie jaleaba, ni celebraba, ni vitoreaba. Levitaba la cruz sobre el mármol, mortaja final de nuestros pasos. Tampoco había tormenta, ni apocalipsis, ni flores. Antes, unos hombres habían levantado fugazmente su Calvario de oro. Dios había muerto ya, hacía tiempo. Los sayones despreciables habían desaparecido, y solo aderezaban la cruz los hijos de aquel templo.

Se elevaba la muerte sobre nuestras cabezas. Y Él tan inmenso, tan divino. Y tan desvalido y frágil. El cielo mismo desposeía a los hombres del madero santo, y toda su Cruz se grabó en cada pecho. Probablemente, era la constatación más cercana del mensaje de Dios: ascensión a las alturas, confianza en la resurrección. Difícil tarea la creencia en las Escrituras. En aquel monte yermo, sin flores, también estaba yo. Y con él, mis besos. Nadie es digno de su divinidad.

Ni rastro de Jerusalén, de la amargura, de la deidad milenaria de su nombre. Un hombre, con los nervios perdidos por el reino de su carne tranquila y pacífica, arrancaba con la dulzura final cada respiro. Algún día volverán el clavel y el lirio, y las potencias brillantes se inclinarán ante el sol vertical y duro. Pero aquella noche, con el domingo inmerso en su agonía postrera, nos vimos caminando con la muerte hiriendo en los costados. Mientras, alguien rezaba, en voz alta, en nombre de todo un barrio.