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La Virgen de la Salud atrapó a Sevilla

Estaba en medio de una calle que se escondía del sol y de las horas. A los pies de un naranjo, y sobre una silla de enea vieja y carcomida, murmuraba con los ojos fijos en la frente clara de su vecina. Ayer no tuvo que apoyarse en el bastón y atravesar a duras penas das los plazuelas que separan su casa de la de la Virgen.  Solo ellas saben qué se contaron, qué se pidieron. Qué se recordaron. La visita, sin espacio para la siesta y el café, adquirió un cariz que excedía lo sagrado, lo puramente religioso. Al fin y al cabo, se conocen desde siempre. Mientras haya un motivo, mucha insignificancia que revista, todo estará más que justificado.

La sombra, cotizada al máximo, reunía a los valientes que se citaban en el Barrio León en las horas primeras de la tarde. El azote del calor insinuaba una procesión (antes traslado) realmente ardua y tediosa. A las tres de la tarde en punto la Virgen de la Salud pisaba las neo-impresionistas y populares alfombras de sal que con esmero habían preparado los devotos, como un lienzo de Seurat o Charles Angrand. Los balcones, repletos; un perro sesteaba bajo los toldos del patio ajeno al bullicio. Un bebé dormía en los brazos del padre impasible al platillo y a la bulla. Brillaban como nunca los naranjos, pero no olían a nada. El mudo de Santa Ana, en nombre de todos los ancianos del Asilo, concedió la venia a la Virgen para continuar su camino. Hasta Dios sabe cuándo.

El barrio, parecido a un circuito zigzagueante y complejo, sostenía sobre sus casas iguales el sofoco de las horas centrales. Tras casi cuatro horas de procesión por las calles del Tardón, la Virgen giraba sobre sí misma a la vera del tranvía para despedirse por siete días de su gente. La tibieza del sol caía sobre las lomas de San Juan de Aznalfarache. “Salud del Soberano” sobre el rojo y el gualda. Y el Soberano, en silencio, en casa, manteniendo el pulso vital de San Gonzalo.

En la calle San Jacinto entró de día y salió con la noche cerrada sobre el Altozano. Ramos de flores en el hospital (muy setentero el exorno floral de la Virgen) y luz del día para los enfermos. Un alta efímera, un empujoncito decisivo.

La Estrella fue un clamor. Como atraída por un imán de porcelana, la Virgen de la Salud irrumpió en la capilla de San Jacinto. La Virgen de la Estrella, ejerciendo honorablemente su madrinazgo, agradeció las reverencias. En el puente cambió la historia y la Hermandad aceleró la marcha cuando ya se acumulaba más de hora y cuarto sobre el horario oficial previsto. Mientras, el río detuvo su caudal y el verde oscurísimo de las aguas despedía a su Virgen más lejana.

En pleno Arenal (toda una fiesta) y con las hojas del Baratillo abiertas de par en par, estas calles pícaras y tunantes recibieron a la Virgen blanca ahogando con ella su mayor injusticia: no ser también de Triana. La llegada a la Carretería (“La Madrugá”, “Subida al Calvario”) remitió un poco la algarabía que había arropado toda la procesión.

Las Aguas (última parada antes de la Catedral) acogió a todas las Hermandades del Lunes Santo que acudieron en representación. El Postigo, nuevamente aforado, ofrecía una imagen lamentable que atenta contra el sentido de fiesta popular de la Semana Santa. Ni los pasajes estaban abiertos al flujo de personas. Para reflexionar y valorar realmente su necesidad.

En la Plaza del Triunfo era imposible reconstruir visualmente el cortejo. Diez horas de procesión y ya los parones causaban estragos: tramos desolados, riñones maltrechos… y la Virgen más cerca que nunca. Sonó Cristo en la Alcazaba, y la Giralda se oscureció. Solo podíamos imaginarla. Entonando la Salve, y pasada la una de la mañana, culminó la procesión del traslado de la Virgen de la Salud a la Catedral para ser coronada el próximo sábado, Dios mediante.

Y en ese momento me acordé de aquella mujer. A la izquierda, su hija, a la derecha, su nieta. Y en sus manos, ajadas por la miseria y los trabajos de la propia supervivencia, una estampa de la Virgen que tan cerca tuvo… y que tan lejos está ahora. El vacío de la nada, el vacío de su sustento. Como si se le hubiera ido la vida por los labios. Tan solo una semana.