Blog

La piedra y el oro

A la vera del Triunfo, marfil blanco y purísimo, se descomponen los milenios y las viejas razas emergen de las almenas. Las banderas del patio duermen inmóviles y el perfume nocturno del naranjo cubre la cal de los callejones. Las rojas espadas de los cirios encienden la piedra dormida y arquean el cielo perdido de Joaquín, carcelero y huésped enamorado de su Alcázar.

El silencio, roto por el compás monótono y claro de la fuente, trepa por las tapias de la muralla frondosa, y el frescor de la oscuridad cala en las espaldas incansables. Magnitud y recoveco: Catedral y Alianza, apenas separadas por unos cuantos siglos de edades infinitas. Y el Dios de las etnias enterradas y enemigas se perfila y encara el anacronismo. El azul es más azul y el blanco es más intenso en su azulejo, arañado por seis antorchas que desprenden un rojo puramente sacramental. El fagot y el oboe lo anuncian, el flash y la tos inoportuna lo reciben.

El tiempo se colapsa en sus estilos: gótica majestad para un pobre sin cielo, sin cruz y sin aire. Desafía con sus ojos imposibles la torre esquiva, y el grito alegre de la primavera queda ahogado en el rumor imparable del agua. A los pies de su Santa Cruz, la Virgen busca una respuesta en el hijo. Nunca alcanzaron sus ojos la mirada de Dios, desatendido y triste. La verdad de una madre es el querer hasta en el fin de la vida.

Se ha perdido para siempre por la penumbra de Mateos Gago. Mientras, en Rodrigo Caro, la cancela herrumbrosa y aguda escolta las rosas blancas de María. El balcón, solitario y echada la persiana de esparto, compromete la materia y el aire esquivando la plata de los varales. El milagro del encuadre y la proporción: cabe todo donde no hay espacio para la nada. Más plata, más oro: estela de oscuridad indefinible. Creemos que toda luz es su mirada, espejo de dolor y llanto en memoria de aquel barrio prohibido. La noche ha terminado y ha vencido la madrugada.

Una Giralda apagada, irreconocible (esto es, seria) y casi imperceptible, nos invita a la despedida. Todo queda reducido a la ausencia, a la nostalgia. El recuerdo, como siempre, vino para no quedarse. Hirió la memoria de aquel que estuvo y del que ya no queda rastro. Solo queda la Misericordia de Dios en el espíritu.

 

(Fotografía Carlos Rojas)