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Tiempo desmedido

Te maltratamos demasiado. Desvirtuamos tu llegada y alardeamos de ti como una sorpresa fingida y modificada. Una espera de 365 días debe cansarte. Y en el momento de la verdad, llegarás a nuestra ciudad desgastado por el simple hecho tener tu nombre siempre en nuestros labios, acostumbrados ya a pronunciarte sin temblar. La pesadez de las tardes va mermando tus fuerzas y en los días verdaderos tu jerarquía queda relegada a una simple relación de vasallaje con una ciudad sin margen para las esperas. Una ciudad sin paciencia, presa de la urgencia y de un futuro incierto. Ya no eres el mismo, por nuestra culpa.

Paseando por esta tibia tarde de marzo, cuando ya los rayos de sol languidecen y dejan caer su palidez sobre las calles sombrías y desoladas, he palpado en la ciudad un despertar. Un despertar propio, de sí para sí, fugaz, vivo y alegre. En la atardecida se consumen los días, pero en nuestra tierra se agitan las emociones y el espíritu sacude su letargo apagado y confuso. En un rincón cualquiera-circundado por la implacable velocidad de la globalización y la introducción inevitable de nuevos modos de consumo-he visto posar tus alas. Acomodado sobre el marco de madera, y casi invisible por el contraluz de los rayos horizontales, el tiempo, tu tiempo, se ha detenido por unos momentos.

Detrás del escaparate, todo un mundo perfecto y lejano. Colorido, riente, y feliz. Incomprensible para el foráneo, indescifrable para el forastero… y desconocido-aún-para ti. Toda el alma se revuelve en zarandeos incontrolados. Cuando todo parecía perdido y extinguido, vuelves a ser. Y ahora es cuando de verdad nos entra el pánico y la necesidad de apresarte. Un mundo de miniaturas para nosotros mismos, miniaturas también en la fugacidad de esta vida minusvalorada y empobrecida.

Con una mano apoyada en el cristal, vuelvo a ser el mismo. El de antes, que apenas conseguía aupar sus ojos frágiles en el quicio de la cafetería. El de ahora, que deja derramar una lágrima de alegría cómplice, como hablando con alguien, como dando la bienvenida a un ser querido que se marchó para siempre, pero que vuelve a tener ante tus ojos. Intentas darle la mano, abrazarlo, besarlo… un amor imperfecto, intangible… imposible. También está el de siempre, canoso y cansado, de la mano de un niño que bien podrías ser tú mismo. La belleza reside en lo efímero, en la prontitud, en la escapada fugitiva y volátil.

A lo lejos suenan maderas y tablas. Los operarios se encargan de materializar el paso decidido y firme de la Cuaresma. Lo demás lo pones tú. Una locura, una imaginación. Un modo de ser, de vivir, de amar. Y a lo lejos, todo habrá sido nada. Una recreación de un paraíso terrenal pero resbaladizo. La ensoñación, que dijo José María Izquierdo. Y todo ello revestido por la ciudad misma, con su música callada, -que dijera también Bergamín-, ondulante y fresca.

La imagen vale más que mil palabras. Y serán miles, y todas insuficientes, para narrar una verdad única pero que toma cuerpo y forma en cada uno de nosotros. Si quieren, vean la escena del niño de la película de la Semana Santa de Sevilla de Gutiérrez Aragón y comprenderán mejor todas estas divagaciones imprecisas. Todo queda condensado en esos segundos, más fidedignos y reales. Ah. Y en la siguiente escena, el misterio de la Borriquita abandona la penumbra del Salvador y saluda con alegría a los primeros rayos de sol del Domingo de Ramos.