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Dios de siglos y eternidades

Pesaba el silencio. Incluso incomodaba. Rasgado tan solo por los vencejos, alfileres de azabache que sostienen las últimas hojas de las ramas del otoño. Desde las afueras, se veía cómo una neblina terriza y espesa sofocaba el incendio de una atardecida casi apocalíptica. Como si se clausuraran los tiempos.

No decía lo mismo la torre que terminó con la agonía de la Emparedada. La tijera del reloj recortaba sobre su fondo blanco algunos minutos a las siete y media. El universo pareció detener su mecanismo en poco más de treinta centímetros: los que separan el mármol del empedrado, aliviado por una extensa lona rojiza. La traslación, la rotación… toda astronomía paralizada.

Una sarta de cirios presurosos e imparables avanzaban alumbrando los caminos, mirando siempre al frente. No eran, esta vez, anónimos: gesticulaban y contemplaban. Pero las reglas son supremas. Mientras,  Jesús abandonaba su plaza, robando aire a la humanidad.

Conde de Barajas, Trajano, Santa Bárbara. La medida es perfecta pero a la vez alterable. Todos aquellos, hijos, mujeres y hombres de Jerusalén, dicen que lo vieron caminar con la Cruz a cuestas, minimizando toda existencia. Tras de Él también cargan penitencias, calladas y anónimas. Los hermanos de San Andrés abrieron su ojiva para recibirlo, realizando una maniobra más que ajustada, pero justa.

Tampoco en Orfila quisieron perderse cómo Dios avanza. Quizás un compás distinto a la Madrugá, o al menos fue impresión del que les habla. Eso sí, valga la regla no escrita. Cuando se quiere, se puede, con la debida organización. Porque lo de ayer no lo esperaba nadie.

Al salir de Cuna (a ritmo más lento y pausado quizás), cinco fueron los “bacalaos” que rindieron reverencia a su paso. El Salvador no se había visto en otra igual, que ya es decir. Balcones, tejados, ventanucos. Todo era válido para transformar en nueva vida los segundos de su pasajera presencia. O eterna. Sánchez-Dalp dirá.

Eso sí, Él camina. Porque yo lo escuché, perdiéndose por el carril central de la Plaza de San Francisco cuando se superaban las nueve de la noche. Verlo marchar sobre el gentío es como una sacudida de desolación, de vacío en el interior. Y ese vacío es la paz. Es la Misericordia.

A pesar de los contados impresentables de turno en bocacalles y ratoneras imposibles que tienen una necesidad imperiosa de ver a su primo de la China Popular que está a dos metros, en menos de dos horas y media la Giralda ya tenía a Dios a sus pies. Pero esta vez parecía ella la que se rendía ante tal majestad. Es por ello que en señal de gloria y alabanza, hizo resonar sus cascabeles en aquella hora, sea la que fuere.

Para que su pueblo lo viera por vez última en la calle hasta el próximo domingo, realizó tanto en la Plaza Virgen de los Reyes como en el atrio sendos giros completos. Los apuntados contrafuertes y las robustas pilastras sostenían inútilmente la ingravidez de las naves en aquel momento. Porque el cielo estaba en sus manos. Afuera, justo antes de entrar, se desdibujaba en la piedra labrada la sombra etérea, perfecta y humana de Jesús del Gran Poder.

 

(Victor González)