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Pregón de la Juventud de Triana de Manuel Lamprea

  1. Tres paradas

Triana. Inevitablemente Triana. Su nombre nutre, de una manera u otra, parte de mis raíces, ya fuertes y asentadas en una adolescencia que poco a poco sucumbe al castigo del tiempo y termina por doblar su tallo feliz y vivo sobre la sábana dura de la tierra. Por mi sangre fluye todo un conglomerado de culturas, épocas y civilizaciones que a veces hacen que me sienta distinto, extraño, lejano. Y, rebuscando y extrayendo conclusiones, de ninguna manera aparecía, tan siquiera en un mínimo e insignificante porcentaje, el nombre de Triana. Hoy, sin embargo, asomado a este alféizar forjado en los bodegones de naos transatlánticas y moldeado por las manos calientes de tu hermosa alfarería, me atrevo a cantar y a contar no solo tu historia, no solo tu Semana Santa, sino el milagro de una forma de ser que se ha mantenido inalterable en el devenir de los tiempos.

Rebuscando en archivos, en documentos y en libros, encuentro la primera parada de la travesía que cada viernes suele traerme hasta aquí, hasta la calle Castilla. Justino Matute sostiene, en su obra “Aparato para describir la historia de Triana y su iglesia parroquial”, que el pasado de estas casas se vincula a una colonia romana fundada por el emperador italicense Trajano. Traiana evolucionaría en Triana, aunque quizás alude más bien a una villa o una finca de esta familia que, según Matute, se encontraba al norte del Guadalquivir, a su paso por Sevilla. Otros autores sin embargo hablan de un pacto compromisario entre celtíberos y romanos, “tri”, el tres romano, y “ana”, que significa río en lengua celtíbera, ya que por aquellas remotas fechas el río se dividía en tres partes. Sea como fuere todo queda entre Triana, Trajano y yo. Donde crecí, donde estudié y donde vivo. Primera parada, primer paso: iniciar el camino.

Hemos acudido ya a la versión puramente histórica y argumentada. Sin embargo, y haciendo gala del género que hoy nos ocupa, es preciso rescatar para esta segunda parada el apartado mitológico de la fundación de Triana. Dice la leyenda que la diosa Astarté, diosa mesopotámica, tartésica, la Venus de Andalucía, huyendo del amor desenfrenado de Hércules, fundador de nuestra ciudad,  cruzó la orilla del río por primera vez y fundó Triana. Tenemos aquí, pues, a la primera trianera del universo, diosa de marismas y esteros. Los primeros del mundo. Primera civilización de Occidente. Levantó Astarté de aquella nada desconocida, repleta de fangos y arenales, una forma de interpretar la vida que no tiene repetición ni analogía en ningún rincón de este planeta. Bronce Carriazo. Mi cuna. Mi segundo puerto.

Atrás queda todo ya: imperios, civilizaciones fantásticas y atrapadas tras las celosas celosías del tiempo, el cerro, las cruces de los olivos aljarafeños de Romero Murube… Todo pasto y llanura ante mis ojos. Según la época del año, cae más o menos pronto el sol por los muros lejanos de Santa Ana. A veces lo veo desangrarse ensartado en sus almenas, tiñendo de púrpura los cielos y las azoteas. Otras veces, sin embargo, tarda en saludar últimamente por entre los aros del bronce del puente, Olimpo de gitanos y pescadores, en las tediosas tardes de verano apostados a la sombra difícil de la Cava. Atravieso el río nuevo, el canal, y por fin, otra vez, entre vosotros. Otra vez el ajetreo y el ruido de quien sale y de quien entra. Otra vez las luces altas de la torre nueva. Otra vez un mundo que ya no es el que era, que evoluciona y que se adapta. A lo lejos parece que resuenan aún las vías de la estación de Córdoba, hoy edificio de paso, moribundo, dejado, pero siempre muy vivo. Hoy me bajo antes. Hoy no me asomo por el cristal para ver la torre de la O, la torre de Santa Ana y los edificios grises de los Remedios. Hoy me quedo contigo para siempre. De nuevo tú, dibujado en ese azulejo que grita en la pared. Que pide ayuda. Que odia la piedra y el tránsito. Que te ata y que te atrapa. Otra vez la vida en entredicho. Otra vez el final.

De nada sirve una vida

si tan solo en un segundo

se nos escapa este mundo

sin tomarle la medida.

Si inicio mi despedida

y empiezo a cruzar el río,…

cuando esté mi cuerpo frío

y mi corazón desierto

quiero que Tú seas mi puerto,

Cachorro, Cachorro mío.

  1. De ahora, de siempre

Sin pensarlo, brincando de ilusión y de respeto, aquí estoy. En mi orilla. Acaba de atracar en esta margen del río el velero que, desde las profundidades romanas de Itálica, desciende por el viejo Betis hasta esta ribera tan poblada y tan de ahora.  Permitid que me siente aquí, en estos escalones de hierro por los que se levantan gélidas brisas y los sauces reverencian sus ramas como queriendo peinar las aguas. El río, por un instante, se ha detenido, como quien detiene el cinematógrafo de un ayer que es tan de ahora. Es de noche, una noche en blanco y negro. A veces, lo confieso, siento la atracción del agua y deseo romper esa quietud, esa plata, esa luna lisa y clara que me llama. Y yo, Ulises atado al mástil de un velero que es Triana, no puedo sino sucumbir a la merced de la corriente. Mirad. Mirad conmigo. Creyéramos que el agua está pintada si no fuera porque, de vez en cuando, algún barquito la despierta provocando un oleaje diminuto que apenas trepa por la orilla. A lo ancho de este caudal verde se reproduce una película casi de ficción, porque apenas ya es real. Nos la han contado muchas veces, nos dicen que existe, pero siempre todo es mentira. Una y otra vez.

Hoy aquí busco a Astarté, a Trajano. Busco remotos ecos suplicantes, herejes, condenados, busco la sombra alargada del castillo y la sangre diluyéndose curso abajo buscando sales, quillas y arenas. Busco en esta atalaya de siglos las litografías, los grabados de Martínez de León, de los flamencos, de Hoefnagle, de Guichot, de Tortolero, de Barrón, maestros retratistas. Hoy yo soy uno de ellos, y parece que se levanta otra vez la muralla, las barcas y los barcos, los indianos, los mercaderes y el antiguo compás y la mancebía. Como siempre, busco, por los adoquines nuevos el trabajo rudo de las mercancías, la madera y las bodegas. Busco el primer resplandor que dio la plata en el sol de Andalucía, y busco también despedidas rumbo al abismo de América. Busco pícaros, ladronzuelos infantiles curtidos por la crudeza de la calle.

Hoy busco los corrales, esas antiguas casas de vecinos de bautizo y cruz de mayo comunal; busco los veranos a la sombra; busco a Chaves Nogales siguiendo la pista rebelde y anárquica de Belmonte. Y a los Mairena, uno por saeta, otro por charamuscos. Y a los Montoya por tangos, y a Pastora por el gurugú, y a la Lole por bulerías con Manuel a la guitarra. “Y quién me puede asegurar / que Cristo no era gitano / ni que sabía cantar”. Al Arenero por el Zurraque y a Pepe de la Matrona en Alfarería. Y a Naranjito por los Cuatro Cantillos elevando en monumento a la soleá. Y busco a Gitanillo por la calle Betis y al preso cantando y descorriendo las rejas del alba. Busco los gritos de una Cava que perdió para siempre a sus moradores, a sus guardianes, a sus gitanos. Busco la soledad y la valentía camino al corazón del pueblo, de la Catedral, en pulso con los tiempos. Busco tanto y… apenas encuentro nada.

El río, de nuevo, echa a andar buscando su muerte. Envejece con los milenios y se presiente delicado, pasivo y frío, como esperando el fin de sus días. “Río de mi Sevilla/no te entretengas…”. Me levanto, sacudo la memoria, abro los ojos, y aquí estáis. Escuchando. Escuchándome. Y yo, escuchándoos. Leyendo vuestras miradas, pregón final y verdadero. Y en cada vistazo solamente leo orgullo. Leo felicidad, leo gracia, leo alegría y leo luz. Hoy yo solo quiero traducirlas y lanzarlas al aire de Sevilla. Esas miradas. Un grito del hoy. Un grito del presente. Un grito guisado en las calderas de la historia. Mañana es otro día que a mí no me interesa. Miraos. Hoy me tiembla la voz porque estoy ante la Semana Santa. La herencia es vuestra. Por vuestras arterias cabalga un nombre que os hace diferentes. Que os hace únicos. Que os hace ver el mundo con otros ojos y que encara la vida de otra manera. Despertad. Triana sois vosotros. El hoy sois vosotros.

 

El ayer es un impulso

y el mañana nadie sabe,

pero siempre habrá Triana

por mucho que el tiempo pase.

 

Hoy solo le encuentro un nombre

a la luz. La luz venida

que en esta margen del río

abre su flor. Y germina.

 

Feliz anida la luz

y en los ojos quema y brilla

que, como alumbran aquí,

no lucen por la otra orilla.

 

La luz de la que yo os hablo

hace el barrio a su manera.

Por eso cuando te miro

florece la primavera.

 

Me basta solo tu luz

y así, como tal, la quiero

porque con una mirada

ya me siento trianero.

 

Hoy muere otra vez la historia

y ya no existe el mañana.

Señor, a tus pies presentes

los jóvenes de Triana.

  • Noviazgo y camino

Las tiendas de la calle Castilla cerraron casi todas, al igual que los corrales, las tascas y los balcones. Acaso alguna ferretería se mantiene en pie después de tantos años y avatares. Terremotos, riadas, transformaciones, políticas de urbanismo… Todo ha terminado configurando un trazado que hoy día poco se corresponde con el que las viejas fotos reflejan en sepia y blanco y negro. Cuando el río y el temporal despertaban su ira y arrasaban sin piedad el brazo derecho de su curso, ahí, en esa puerta, se oficiaron misas sobre improvisados armazones de tablas y los trianeros acudían en sus barcas al oficio. Cuando hasta aquí venía esta tarde, sentían mis pies el albero que antaño alfombraba la calle hasta donde la vista alcanza. No tan lejos, más allá de Chapina, empieza el camino que lleva hasta una de mis patrias que, nuevamente de forma irremisible, se cruza contigo. Ahora parece que te veo, Virgen de la O, en radiante besamanos. Hace frío fuera y el murmullo de la calle barrunta el gozo de su día. El Señor, como siempre, parece casi ahogado en la calma en su trono alfarero. Esa capilla huele a patio, a barro, a sudor y a pan recién horneado. Ensimismado, pensando la vida, rechazando el horizonte, atento siempre más a las miserias y al problema. Ella iba de azul. La recuerdo, muchacha madura y firme, impermeable a los tiempos. Con los ojos en el infinito que es esa misma puerta. El infinito de los días. Aquí mismo, justo a mi lado. Radiante. Diría que feliz. Diría que hermosa, como todas las muchachas de Triana. Porque es imposible suprimir un suspiro cuando pasan y es imposible obviarlo. Todas son hermosas. En cuerpo, en alma, y en corazón. Diría que la Virgen de la O estaba expectante a que alguien, más allá del propio Dios, subiera a este altar a proclamar amor por y para siempre. Sé, mamá, que un día te imaginaste aquí, de blanco limpísimo, risueña como siempre, segura como nunca, como rezara cierta canción de cumpleaños: “Tan adornada parece/una novia en su balcón…”. En el balcón de la calle Castilla, la calle de las tardes de tu infancia y tus paseos.

Sin embargo, el tiempo y el destino desviaron los caminos y no habrá temporal que te arranque esa espina de los abismos insondables del pasado. Por eso hoy, que estoy aquí, tan de gala y tan dispuesto, me atrevo, con el río y Triana por testigo, a lanzar la propuesta para quien sé que me está escuchando…

En los puentes de la gloria

ahora le pregunto yo:

Virgencita de la O,

¿no querrá usted ser mi novia?

 

Pasa mi vida esperando,

muchacha, ¡qué sin vivir!

¡Ay, si dijeras que sí

y vinieras a mi lado.

 

Perdona mi atrevimiento

pues no pude contenerme:

Anoche cruzaba el puente

contigo en mi pensamiento.

 

Maldita sea la espera

hasta que digan tus labios

lo que me muero esperando.

¿O es pecado que te quiera?

 

Y no sé cómo explicarlo

porque hoy me envuelven llamas.

Se llama amor, porque inflama

y no puedo controlarlo

 

Yo ya estoy muy decidido

Y tengo las cosas claras:

mírame, amor, cara a cara

y toma el corazón mío.

 

Porque mi amor duele tanto…

¡Ay, niña, cómo lo digo!:

Quiero una cita contigo

la noche del Viernes Santo.

 

Aquí está mi confesión. Espero que no te cause sorpresa porque nos vemos todas esas noches. Mas hoy quiero gritarlo. No te apures. Tienes muchas horas para pensarlo hasta que vuelvas encarando la espalda a la Giralda. Pero tienes que permitirme que marche siquiera un momento porque, bien sabes, la primavera nunca espera. Y por eso sigue hoy naciendo y desperezando su gracia repetida por las aceras frescas, las tiendas floridas y las fachadas blancas. Faltan pocos viernes y nuestra hora, la que siempre decidimos, se acerca. Quizás, ese día, haga viento y amenacen nubes pero, como escribió el poeta, siempre renacerás con soles de belleza. La noche caerá de nuevo como te conté, como siempre te digo, y el tiempo se habrá cumplido para siempre. Y, como bien sabes, novia mía, te dejaré a solas unos instantes camino de la madrugada. Camino de la nada más inmensa. Camino de una batalla que todos los hombres debemos librar en el transcurso infeliz de nuestras vidas. Voy camino del camino. Del surco que Él disponga. De la besana fría que Él mismo trace sobre las aguas. Ahí sembraré yo mis dudas para que alguien, quizás en otra primavera, me devuelva todas mis certezas. Pero lo único cierto eres tú. Y regaré esa tierra con mis miedos, mis esperanzas, mis fortunas y mis desdichas. Para que, de nuevo, campesino nocturno de las tierras andaluzas del puente, las recolecte en su bolsillo de morados terciopelos. Tú, Virgen mía, en tu Baratillo. Yo preso a su cintura. Encadenado a su silencio.

 

Más que la noche, cae siempre el peso

del tiempo, del desastre, de la vida

sobre el prado inmenso de tu espalda

que desciende hasta el infierno lila

 

de las flores. Lirio supremo, lirio vencido

al rubor de las aguas cristalinas,

como un ave que se asoma

al diminuto precipicio de la orilla.

 

Y cabalgando en las alas de la Cruz,

vuela, planea sobre el canasto,

tanta noche para ti, para ti solo,

lejos de la gravedad y del espacio.

 

¿Qué buscan tus ojos en las aguas?

¿Tal vez luz, vida, hálito de brisa o de aire?

Cruzan, perpendiculares, las muertes:

la una al Altozano, la otra a los mares.

 

Duele la tempestad de verte solo.

Ya no guardan soles la plata y el carey.

Mira, Señor, tu madrugada, tus sauces

absortos, muertos, sin gobierno y sin rey.

 

Un ejército de lavandas ha crecido

de pie sobre las aceras, breves,

durmiendo en la luz de sus tallos

y asomando su flor a la corriente.

 

Ya los trianeros de Castilla atrás

han dejado su atmósfera de ocasos

y toda la sangre ardida se entrega

desangrándose caudal, o cirio abajo.

 

Trenzadas las estrellas, en tus sienes

brillan calladas las espinas, muy dentro;

y más adentro duelen todavía

tus cabellos al son de los silencios.

 

Cabe todo un universo entre tus brazos

y, en los faroles, la luz final que nunca cesa.

Mientras, tu cintura, quebrando galaxias,

y, en tus pies, todo el camino que aún espera.

 

Señor, has vencido a la luz de nuevo.

Hoy atrapo con mi mano los planetas;

giran, giran sobre tu frente, resueltos

los teoremas sobre los cielos y la tierra.

 

Tú, Tú eres marinero, el capitán

de las horas del río y de mi tiempo.

Tu nombre ha detenido de nuevo esta noche,

por eso prefiero caminante, a llamarte Nazareno.

  1. Tiempo revivido

Pero ese cielo de viernes aún sobrevuela mi memoria desgastada y selectiva, como ese pájaro nuñezherreriano que cruza siete días la ciudad revestido de moradas capas. Como morado es el otro viernes, incipiente y embrionario en la semana que ya es certeza y realidad. Sin embargo, en contrapunto a lo que dictan la historia y los libros, este viernes me sabe tan antiguo como ninguno. Porque fue un viernes cuando Triana abandonó Triana camino de otro destino. Las almenas de Santa Ana destilaban su miel por sus muros cuando por primera vez se cruzó el puente de las barcas y ya su vientre dejaría de gestar Semanas Santas.

Imaginemos otra vez. Vista atrás. Grabados. Cantes. Vuelve a ser viernes. Todo bulle. El arrabal es una explosión de gentío y los trianeros se arremolinan en la plazuela. El trabajo hoy se para, las barcas se amarran en la ribera, se cierran las alfarerías y comienzan los sagrados oficios. El caserío no levanta más allá de unos metros sobre las cabezas y más allá de la Cava no hay más que vacío. Tierra, sequedad, arena. Las torres del Castillo vigilan estas calles sin orden ni concierto y desfilan, una a una, las cofradías. Lejos la Giralda, a espaldas del bullicio. No importa a nadie. Aquí el mundo se trata distinto a sí mismo. Aquí les basta otra Catedral, que no es una Catedral cualquiera. Aquí se trata, principalmente, a la Madre de María, madre también primera de los trianeros. Seria afirmación. Pasa la Virgen de la Parra. Ayer pasó la cofradía de la Tentación de Cristo y la Virgen del Camino llega desde la ermita de los Mártires. Los Mareantes traían a su Cristo del Socorro y la Borriquita hacía días que había entrado triunfalmente en la plazuela, sumida en el bosque de naranjos recién estrenados.

De pronto todo se desvanece nuevamente como aquella orilla del principio y nada queda. Queda, como todo en la vida, lo primigenio, lo principal. El Morapio cerró y nadie canta. El bullicio se diluye y se reparte por las calles y esas cofradías ya no existen. Sobre el caserío blanco se levantan edificios nuevos. Agencias, bufetes, clínicas. Muros nuevos han engullido los corrales que apenan cuentan con dos o tres rayos de luz al día. Los bares reciben a sus parroquianos y los niños echan pulso a las prohibiciones y juegan a la pelota. Hace frío. Frío de vigilia. Frío de ruán. El frío del principio, el milagro del reencuentro. Unos valientes aparecen por la esquina. Valientes en penitencia. Valientes de siempre, valientes de siglos. Santa Ana sonríe. Y reza. Como antes, como siempre.

 

Vestigios en pie, tan fuertes,

tan invencibles, tan erguidos,

conscientes de los siglos en sus venas,

pensando en Triana y en sí mismos.

 

Surgidos del pasto, de la tierra,

herencia y hoy, a todo un tiempo,

son las pupilas ciertos horizontes

en el alambre frágil del silencio.

 

Viene, único y sincero, descorriendo

la persiana violácea de la tarde.

Jesús, tronco de luna blanca,

espera un corazón donde posarse.

 

Abarca su nombre siete días

Y la ciudad, fina siempre y tan dispuesta

en sus labios sin carmín de forja rosa,

concibe sin medida milagros y respuestas.

 

Alzado, nocturno, en la durísima caoba,

gardenia maltrecha, sin color, sin aire.

Los ojos descansan, pálidos e inertes,

sobre flores tristes, agrias y salvajes.

 

Qué pronto vienes esta noche

entre corchos, musgos y resinas.

Sabe duro el albero de las piedras

y suave el valle en calma de tus músculos.

 

La sangre huye de la cima de tus clavos

al puerto sin luz de tus pies, de la tierra.

Y ya tu pecho, cascada láctea y estelar

olvida la sístole y el pulso de tus días.

 

Y en la otra casa, buscando al sol

en el zaguán, la alfombra y las aceras,

María, espuma de rotos oleajes,

visita y descuenta abriles sin consuelo.

 

Ay, si algún día te asomaras, decidido,

al otro lado, a tu espalda destensada.

Serían para ti las primeras aguas

y para nosotros la primera travesía.

 

Acróbata en el cordel de las tejas,

muere, sigue muriendo, que en ti

el sentido de la vida ya está escrito:

pasión y muerte del Guadalquivir.

  1. Luz del nuevo día

Pasan los días y ya, por fin, la tiniebla levanta su estepa de nieves suspendidas. Cuando todo se disipa, se reproduce el milagro por el que vivimos, estamos, nos reunimos, nos hablamos, nos queremos. Ya me pesa la capa y acabo de salir. Ya me he cruzado al primer chiquillo que, al verme lejos de mi fila y de mi tramo, respeta la regla y pide el caramelo con la mirada, sin acercarse. Te veo más tarde, le digo. Y disfruta. No volverás nunca más a este día. También me lo digo a mí mismo. Con la voz de la conciencia. Del asombro, de los adentros. La voz de quien hace un año cruzaba por estas avenidas perfumadas de álamos, naranjos, magnolios, olmos. Desnudo, decidido, vacío. Despojado de todo y de nada. Una revelación de primaveras, una profusión incontrolable de aromas. Aún el tranvía llega hasta el Archivo y la muralla rojiza de los palcos tiembla como tiemblo yo. Ya hay caminantes. Ya hay valientes. ¿Quién anda sacudiendo este suelo, esta mano que hunde el antifaz en el abismo del pecho, este cíngulo que baila y descuenta cada uno de mis pasos? Aquí, allí. En mí, en ti. Conmigo y contigo. Se ha hecho ya la Semana Santa.

Desde hace años mi luz es solo mía. No la comparto. La guardo yo, la incubo, la amaso y la caliento. Pero a veces añoro esa luz mundial, esa luz accesible, plural y campante. Y eso, me duele. No podéis imaginar cuánto duele volverle la cara a la luz, por más que la luz te envuelva y te hinche las venas de pureza a través de dos mandorlas sin Dios del color de la avellana. Prometo que esa luz, esa luz de domingo (no podía ser de otra manera) me quema los ojos, asomados todo el día a ese balcón convexo del negro antifaz. Yo le ando primero el camino a esa luz. Se lo despejo, lo aclaro, lo limpio de esperas, mientras ella misma se prepara. A veces miro atrás y todo es altura, pendiente, subida. Un ramal que encamina a los cielos. A las constelaciones, a los astros y las bóvedas universales. Es una vereda que, quien la toma, recibe cuando la cruza una riada de fuego ingobernable. Es una luz que abrasa. Una luz que incendia las atmósferas y sacude los cimientos de las horas.

Es un ataque súbito. La luz, hermanos, no avisa. No avisa porque su control se escapa a las pretensiones de los hombres. Llamadla como queráis. Luz. Alba. Aurora. Albor. Amanecida. Mediodía. Tarde clara. Tarde inmensa. Ojos claros. Ojos negros, ojos repletos de luz para sí mismos. Llamadla noche, porque en la ausencia de sol y de día siempre se salvará su luz innata, final. Su luz de humana. Su luz de mujer. Su luz de madre. Llamadla estreno, reencuentro o buenos días. Llamadla caricia, arrebato, hermosura. La luz, este día, no entiende de fronteras. Emana, atraviesa, cumple y vuelve. Y sí, la luz tiene luz para todo el cielo. Hay tanta luz que el azul queda muy alto, más allá incluso del regionalismo de Aníbal en la punta esbelta del puente. Más allá, incluso, de lo que el ojo pudiera seguir en el curso del río,  lánguido y dócil.

Hay tanta luz que no se ve nada. Hay tanta luz que todo lo ocupa. Esta luz es un abanico redondísimo, cubierto de espigas insolentes. Un círculo concéntrico que abraza frentes, espaldas, huesos y arterias. La luz suya es una espiral de oros, un panal de mieles perfectas, un girasol que se basta a sí mismo y no encara sus hojas a los cielos. Su luz es todo un pan recién horneado, caliente y dorado en el sol de la mañana. La luz tiene labios, manos, cubiertos de escamas. Son conchas sin granos de arena. Son como la loza de sus mejillas. Es una luz ardiente, impetuosa, implacable. Y, por supuesto, es hermosa. Muy hermosa. Podríamos decir que su luz es (la de) una Estrella.

 

El barrio tiene una luz

que siempre en este Domingo

pasa por donde estás Tú.

 

Sentado sobre una piedra

se acerca Jesús contando / de la nada Dios ha hecho

una nueva primavera.

 

El barco del puerto sale:

otra vez zapateando

por Triana y por sus calles.

 

Las penas que estoy pasando

por no cruzar ese río

navegando en ese barco.

 

¡Ay que ver cuántos recuerdos

en esos ojos que son

balcones al universo!

 

Cómo me duele saber

que vas cubriendo mi espalda

y que no te puedo ver.

 

Tu nombre es mi penitencia.

Daría toda una vida

por poder darme la vuelta.

 

Porque no hay mayor castigo:

no andar la calle a tu vera

ni desandarla contigo.

 

En el río se reflejan

los domingos que se van

y los rezos que se quedan.

 

 

Ahora que puedo volverme

me encuentro solo en la noche;

tu luz encendiendo el puente.

 

Y aunque esa luz me consuele,

todo este tiempo perdido…

¿a mí quién me lo devuelve?

 

Se va contigo este día

y aquí se quedan mis manos

presagiando despedidas.

 

Siento que ya te has marchado,

mas sigue tu luz inmensa

quemándome en el costado.

 

Por mucha gloria que hubiera,

el cielo estará vacío

si no apareces, mi Estrella.

  1. Cinco en sombra

Siempre eran las cinco en sombra de la tarde, como diría Federico. A esa hora, como un toro echado en tablas apurando su aire y su bravura, el domingo ya se desvanecía y empezaba la semana a templar de nuevo el pulso irregular de los instantes. Aún con el cuerpo destrozado y en el cuello el peso invisible e intenso de la capa, comenzaba nuestra particular excursión hacia las alturas fronterizas de la ciudad. Allí, asomados a aquella atalaya con sabor a calentitos y el olor a chocolate caliente amasando nuestras manos, como un alfarero de la niebla, descansaba siempre el séquito familiar esperando el desfile incansable del Tardón, que desde el aire y nuestros ojos parecía un reguero de hormigas nevadas camino de alguna parte.

Como digo, allí estábamos -y estamos- todos como siempre, incluso quienes descansan lejos. Los dos más mayores, mi hermano y yo, vigilábamos que ningún pequeño nazareno se entretuviera charlando con alguno de los primos y, por supuesto, servíamos de caja o bolsillo improvisado donde almacenar esas estampitas que llega un momento en el que se repiten por diez pero que los pequeños no sueltan de ninguna de las maneras.

Y ahora pienso en la figura del Señor del Soberano Poder, ardiente y esbelta, como un clavo hermoso, danzando sobre el agua. Y veo a mi hermano, hombro con hombro, luchando por conseguir quién es el primero de los dos que descubrirá el rebelde y alocado plumaje del romano del paso de misterio. Hoy me encuentro, cara a cara, ante una metáfora más de la vida, porque ahora es él quien lo ve primero, quien ha crecido, quien me ha superado, quien espero que me supere siempre en todo y que todo lo comparta conmigo. Navegando, cruzando el río vertical e insolentemente, aparecía, pues, cada tarde de Lunes Santo el Señor de San Gonzalo, desatendiendo los envites de lo imposible y desafiando los tiempos y los espacios. El redoble de los tambores, roncos y uniformes, provenía de las profundidades del río y las cornetas callaban, síntoma inequívoco del luto que con ese momento se correspondía: abandonar Triana por unas horas a las cinco en sombra de la tarde, sonando a lo lejos el clarín y sombreando el albero con la injusticia.

Siempre intentábamos hacernos hueco en la acera derecha del puente para poder verle la cara al Señor. Y en ese instante crucial y efímero que es el cruce de miradas, todo cobraba sentido y realidad. El Cristo del Soberano Poder, como mi hermano, no es duro ni altanero. Es profundo y es sensible. No es ni mucho menos insolente ni arrogante. Es íntimo, es querido. El Señor es Soberano en su Poder, mas nunca soberbio ni orgulloso. Al igual que tú, Gonzalo, es humilde y es sencillo. No tiene por qué justificarse ante nada ni ante nadie. No necesita levantar el asfalto y la tierra en el estruendo breve de un izquierdo para ser atendido. Con su sola presencia queda todo desplazado a un plano accesorio y superficial. Sin hacer ruido, emerge, único y final, sobre la cordillera soleada de su canasto. Ahí va, timón y marinero, mástil y capitán, alzado en el oro de su túnica, quebrando con su espalda el horizonte, atando con sus manos la primavera, sosteniendo con sus ojos la tarde desangrada, cabalgando solo, siempre solo, sobre las olas repetidas que somos todos nosotros.

Ahí va, con el cuerpo suspendido sobre el agua, desbordando océanos a su paso y convocando humanos maremotos. La tierra queda lejos, Señor. Ahí sigues, embistiendo con el pecho la Giralda, agrietando con tu danza de palmas el bronce de las barandas parisinas.  Ahí caminas, sobre un alambre de esparto a la que un maldito cimbrea; ahí prosigues, funambulista final sobre las aguas y sin manos que aprieten en el aire el equilibrio. Y, por supuesto, gritando sin abrir mínimamente esos labios de metal recién fundido, esclavos de palabras nunca dichas. Ay, Cristo del Soberano Poder, si el vértice de los días descansa sobre tu frente y ruge el mundo en la soga que te calla,  no quiero imaginar, Señor, qué será del universo el día que lo abraces, y qué será de nuestras vidas el día en que hables.

Tras la sacudida brutal, caminando ya la tarde hacia el ataúd urbano del ocaso, presurosa pero firme viene, alzada en su carroza de luz nacarada, un clavel adolescente. Qué cruel a veces la vida. En la pátina de sus ojos chiquillos, mil historias, mil problemas y mil preguntas. Ha cerrado ya el mercado y los naranjos han perdido su verde intenso en la lápida caliente de las aceras. El desmayo nevado de los azahares es un campo de cenizas primaverales y la sombra de la tarde refresca las casas y los naranjos. Callan los perros y nadie mueve mecedoras tras las cortinas, péndulos que cruzan el hoy y el ayer en tan solo una baldosa.

La Virgen se ha ido. Son las cinco en sombra de la tarde. Huelen a fruta sus mejillas, sus manos saben a sal y en sus labios crecen patios, mediodías y promesas. Parece que Ella las va murmurando durante todo el lunes. Tras esa cápsula de malla alboreada se esconden lágrimas y heridas. La Salud es siempre adolescente, nunca crece. Le resta años a su vida y los da a los demás. Por eso cada lunes se enfrenta, cara a cara, frente a frente, con la dureza infinita del final, como en una transfusión de eternidades. Son sus lágrimas pañuelos de mar lejana para quienes la sal de la vida va hundiéndose en la tierra, no volviendo a crecer. Viene buscando el puente con la incertidumbre martilleando sus espaldas y con la duda a cuestas, esa duda fina e insistente que es haber dejado atrás vidas en vilo. No, no es su manto una mortaja ni un velo limpio en el que cerrar para siempre los ojos cumplidos y felices. No es la sábana blanca que trajo el niño lorquiano. Lejos ya las cinco en todos los relojes. Cuando busca la Salud el puente deja detrás una estela de luz de vida sobre las camas, las sábanas y los imposibles. La salud suya, nuestra, como la Virgen, volverá, como un meteoro blanco e imparable cruzando el universo rizado del puente y de los tiempos.

 

Galileo del Tardón,

en las vértebras del puente

Triana te dice adiós.

 

Sin mediar una palabra

se desploman a tu paso

los cimientos de Triana.

 

Siempre de azules vestido,

como azules son las aguas

de las arterias del río.

 

Detrás queda el Altozano:

ya están llorando tu ausencia

la plazuela y el mercado.

 

“Pregunta, Caifás, sin miedo.

Para esquivar tus preguntas

solo me basta un izquierdo”.

 

Y el sol se muere en sus manos.

La tarde se ha hecho ceniza

llegando a calle San Pablo.

 

 

No es ninguna despedida:

te llevas Sevilla adentro

el pulso de nuestra vida.

 

Y volverás de repente,

que la luz de medianoche

se perderá en la corriente.

 

Toda la luz en tu manto

tejido por azahares

caídos de los naranjos.

 

Florecilla de alhelí,

la belleza de tu talle

brotó del Guadalquivir.

 

Y sanando almas enfermas

tus ojos de terciopelo

avanzan de puerta en puerta.

 

 

Se va contigo la luz:

protege, Madre, en tus manos

nuestra vida y mi salud.

  1. Esta noche

Han pasado varios días y es el momento de abandonar este puente porque, para comprender en plenitud el significado de la Semana Santa, es necesario siempre mirar con otros ojos y buscar otros ángulos, tarea siempre imposible por la renovación constante, en forma y fondo, de la fiesta. Por eso, hoy quiero trasladarme a otro balcón del río. Desde esta baranda, la perspectiva es insuperable. Las tres torres en su sitio, marcando la línea del hoy y del ayer, el “skyline” de una ciudad que es nuestro electrocardiograma más fiel y más real. Esta noche la ciudad no duerme. Nunca lo hace realmente, porque aprovecha estos momentos para disfrutarse a sí misma, para pensar en sus proyectos, para hacer balance, para analizar cómo ha ido el día, para intentar seguir mejorando y ser más próspera, más rica, más feliz. Pero esta noche no hay lugar para cavilaciones. Esta noche la ciudad toma las riendas de todos nosotros y decide que el espacio y el tiempo se desvanecen. Esta noche, como durante el resto de los otros siete días, nada existe.

A lo lejos, vigilando, veo la torre que lleva el nombre de la ciudad y, a sus pies, el puente que recuerda al apuñalado. Brillante, con sus miles de ojos siempre encendidos, la Torre Sevilla lleva poco tiempo siendo testigo de esta noche que no tiene comparación con ninguna otra en el resto del mundo. Las oficinas, encendidas, son miles de ojos que desde esa atalaya casi aljarafeña vigila constantemente todos los movimientos. Esta noche la ciudad es la misma, con nuevos invitados, que también defienden su derecho y sitio en esta madrugada celestial.

Esta noche, la torre de Sevilla, tronco dorado de cenizas, sucumbe a los siglos y parece nueva, como si la acabaran de levantar justo ahora. El rojizo de su cuerpo se adivina desde aquí y los robustos arbotantes trenzan danzas de piedra en el silencio con luz de las altas horas. Esta noche, muy a su pesar, la Giralda apenas importa. Y es que, ante sí, desfila toda la ciudad. El segundero se derrite sobre las calles y el tiempo, al fin, se desmorona. Las manecillas de los relojes son esa memoria persistente y tenaz de Dalí. Y es que, ciertamente, todo es surrealista porque la gran urbe no encuentra para sí razones, argumentos y teoremas. Esta noche a la ciudad no la gobierna nadie. Anarquía en cada esquina, en cada cirio, en cada color. Tan solamente nosotros.

Sevilla ya está preparada y hay que cederle el testigo a la ensoñación, al hechizo, la ilusión. Es casi medianoche. Los jardines que bordean el palacio que da nombre al puente respiran como nunca. Respiran tanto que duele la frescura en los pulmones. Por aquí, por esta tierra dura y seca, vienen estos nazarenos morados huyendo de la ciudad, ya con el deber cumplido.

El arrayán nace de los bordes de los suelos y viene Dios con su cruz invisible a cuestas. Quiero pensar que encuentra en la frondosidad de este cielo alivio, bálsamo para las llagas que martillean sin piedad la espalda. Que el látigo es una rama, nada más, que con su savia cambia el gesto brusco de sus brazos y encuentra descanso entre tanta mala fe. Quiero ver en esa columna un solo tronco, un tronco fuerte, duro, vivo y centenario, un tronco que sirve de asidero para la vida y que borra con su respiración el castigo del mediodía. Quiero imaginar que todo se pierde por un momento y que Jesús camina solo por este breve paraíso de vegetación clarísima. Pero hay que cumplir los tiempos y cruzar finalmente este túnel de verdes casi negros, de fuentes cristalinas, de palacios arrogantes. Se va, de nuevo, al encuentro de su muerte, con el estallido de la carne salpicando las aguas infelices, que hoy se llevan su sangre hasta la sal de los océanos y tiñen de rojo las inmensidades del mundo. Fiel, de nuevo, a la cita con el tiempo.

Más atrás, cerrando la comitiva, y cerrando su jueves, el motivo de estas horas tan decisivas para el devenir del resto de nuestra vida. Unas vidas que penden de un finísimo hilo en esta noche: el de la inexistencia. Porque, en esta noche toman las calles completamente descubiertas, indefensas. Ingobernables. Insumisas. Sin ley que las coarte ni miedo que las detenga.

Miradla. Escondida, descorriendo con su danza el telón de las hojas. Tan cernudiana, tan inalcanzable, tan íntima. Como quien pasea, desentendido y abstraído, por los pasillos calientes del hogar. Haceos con ella esta noche. Busca nadie sabe qué. Quizás busque lo mismo que nosotros. Una explicación, una respuesta, una palabra. Nadie puede revocar ni templar su danza. En el agua abandonada de la fuente de la Generación de Plata ahoga la Virgen su misterio. En ese arroyuelo estancado de poemas escribe María sus disgustos, sus dilemas y sus infortunios. Los pájaros trinan el apocalipsis y las casuarias abanican el desfile de los soldados de la tabacalera, que hoy regresan, como nosotros, derrotados. Camina, con su balada infeliz, su oro brillantísimo, sus ojos sucumbidos a la losa invisible de los siglos. Ocaso que se cumple, de nuevo, en esta noche. Ni Aleixandre, ni Adriano del Valle, ni Salinas. Ningún poeta. Nunca nadie supo exprimir, como Ella, el ocaso quebrado de estos siete días. ¿No lo veis? Es la hora, sin memoria, de esta noche. La Virgen se ha llevado consigo nuestro tesoro más preciado, nuestra alma, nuestra vida, en un suspiro. En un paseo, en una canción que más que nunca suena a despedida. Una canción que no pregunta dónde va. La letra canta en la lejanía: “Mujer, ¿de dónde vuelves?”. Con la Virgen de la Victoria se escapa, para siempre, el espíritu sin tiempo de la Semana Santa.

Mira, mujer, mis pobres huesos, mi cuerpo

destrozado por tus ojos, que me asienten,

hastiados de siglos, de fugaces canciones

devueltas en estas tus noches de paseo.

 

Altiva por el jardín final te rebelas

en la paz sin espada de tu nombre,

regalándole tu luz suprema a las flores

silenciosas, negras, sin brillo y sin aroma.

 

Podría, esta noche, escribirte mil poemas

alocados, ciertos, tan reales y tan míos.

Me frena, como siempre, el miedo a descubrir

que tus manos borran toda tinta, todo apunte.

 

El libro de mis horas, de mi sueño, tú lo firmas.

Tú lo cierras, o lo abres, o escribes, o arrancas.

Esta noche resuelvo esta quimera que me consume

Y, en el pozo de tus manos, a mis luces las apagas.

 

Cuánto ciega el perfil áureo de tu sien

inclinado hacia el pobre, el infeliz, el desdichado.

Mi ciudad hoy oscila entre tus labios de jazmín

y confía en tus desvelos el porvenir y el alba.

 

He vuelto a perder de nuevo la batalla.

Destruyo todo plan por tenerte, por besarte.

Toma mi rendición. La firma mi tiempo ya perdido.

Esta noche, la memoria y yo, contigo duermen.

 

  • Despertar

Ya pasó esa noche. Esa noche que no existió jamás. Esa ensoñación de abriles inesperados y auroras adormecidas. Por esta celda -quizás la de la memoria, quizás la de mi culpa- ha entrado de nuevo la luz y con ella me despierto. Nos despertamos todos. Esa noche, rara dimensión paralela, ha disuelto sus tinieblas en los muros del tiempo, como huyendo del día nuevo que ahora se levanta con nosotros. Cantan los pájaros y las fantasmagorías que hace horas se revelaban ante nuestros ojos ya han cumplido su rito y abandonan su suerte a los siglos, a la eternidad y al deseo. Aún quedan, sin embargo, supervivientes en las calles, valientes y osados, que regresan a esos dioses que lleva cada uno en sus adentros y que por varias horas han cruzado las arterias y los nervios de la ciudad. Un dios feliz, luminoso, risueño y travieso. Un dios que ha vencido a la oscuridad.

Despierto en esta cama, en la que me raya el alba con su espada trigueña. Es dura, y sus tablas crujen a cada movimiento. Las paredes tienen un color blanco, agrio y triste. Huele a cautiverio. Las sábanas se han caído al suelo. Hay una mesa al lado donde reposa un libro viejo y un mendrugo de pan duro, como un antiguo escribano o un quijote renovado con las musas robándole el sueño. Una mañana más el sueño me lo robas tú.

En esta celda, minúscula y pobre, habita un yo sin libertad. Un yo que no conoce nada de ti y que cumple una condena interminable. Ningún juez ni ningún testigo podrá sacarme de aquí. Ni liberarme. Ni exculparme. Mi sentencia no la tiene nadie. Es otra sentencia que arde muy dentro, y por la que pago cada día. Nadie nunca vendrá a por mí.

En mi celda hay una ventana por la que se ve la calle. La gente. La ciudad. Por allí observo lo que tantas veces he querido alcanzar, tocar, sentir. Pasa la gente, dichosa, alegre, ilusionada. Con los rostros iluminados y encendidos por el calor de este día. Debe de ser de nuevo viernes. Entre tanto gris, hoy vuelvo a ver otros colores. Esos colores que mis ojos desgranan en lágrimas y que sois cada uno de vosotros envueltos en capirotes vivos. Como un panal sublevado y guerrero en verdes y morados. Pero son colores que me atormentan, que me duelen, porque nunca han sido míos. Ni creo que lo serán jamás por más que quiera.

Vienen casi danzando, cansados pero vencedores, desangrados en alegría y triunfo. Se adivinan claros, fuertes, como las raíces a las que ellos mismos se agarran. Como las raíces, buscan con esmero y afán las aguas, el río. Su pura placenta. Su razón de ser. Proclaman el aleluya azul nuñezherreriano. Se desbordan a ambos lados de las aceras, como un reguero de malvas, de diminutos cipreses de tallo fino, con terciopelo en el pecho en lugar de resina.

Primero acuden, anónimas, estas jacarandas apresuradas que no terminan de estampar su belleza en el asfalto. Aunque mis ojos apenas me permiten encuadrarme en este ventanuco oxidado, atino a asomarme a él. Y ya veo aproximarse el mayor de los crepúsculos. Él es siempre tarde madura, ocaso intenso. De todos los que regresan, es el único que parece venir vencido. O más cansado. Jamás caído. Una fuerza suprema le impide hincar la otra rodilla. Lleva un leño sobre el cuerpo. Como si a una buganvilla, tendida en medio de un jardín podado perfectamente se le hubiera parado encima una rama minúscula de su misma planta. Y ese leño no le deja levantarse. El primer sol de la mañana tuesta su tez tierna y compasiva. Él cumple sentencia, como yo. Nadie le ayuda. En un galeón de primaveras encendidas, se acerca Dios, centro semi-erguido de nuestra fe. De nuestra tierra. De nuestra vida.

 

Hoy cruzas, tan hombre, tan cierto, el día

y en estos instantes de tediosa somnolencia

curas la tierra con tus manos, detienes la hemorragia

de maldades, de asperezas, de silencios y de guerras.

 

Aparta de mí esa coraza, esa brida, esa crin,

ola risueña que te baila, que te anuncia, que te vela.

Y levanta el corazón del ausente, del incrédulo, y de mí:

Vuelves, con la primavera a cuestas, a templar las rocas de la orilla.

 

Bendita la mano que une las mil partes del mundo;

humanos los ojos, de cobre, vigilantes y paternos.

No apures tu fuerza en levantarte, en caminar,

que ya nosotros caemos, tres, cien veces, en tu tierra.

Te lo escribo, Señor, en esta hoja que me renuevan cada día. Será, durante otras tantas mañanas, mi único recuerdo eficaz, vivo, real, de tu regreso a tu reino. Hasta tú sabes cuándo, que yo no lo sé. Quisiera irme detrás, siguiendo con los ojos esa nube, esa espuma que corona el centurión, a lomos de un Pegaso que cruza en cada cabalgada el cielo y la tierra. O, lo que es lo mismo, Triana, y la tierra. Detrás, una tripulación de marineros blancos, una legión de estrellas andarinas, un brote de jazmines hermanos aferrados a los alaridos de sus cornetas siguen rezando la melodía inconfundible. Adiós, Señor.

Y al fin el cenit de la mañana. La cima del día. La confirmación del tiempo cumplido. El vértice de las horas ciertas y el nombre que proclama el sentido del ser humano y mantiene el universo vivo en sus órbitas. Ante el prodigio, un cañaveral oscilante de merinos, un ejército de bambúes aterciopelados y crecidos en esta orilla que siempre se desborda en su propio nombre. Mi voz, quebrada de no hablar con nadie, ahora sacude la garganta como un vendaval de disculpas. Es el único momento en el que puedo tenerte a solas antes de que arrolles con tu quilla desgastada el océano de luz en el que navegas. Necesito de tu nombre en mis adentros para volver a despertarme mañana. Hoy te canto para salvarme. Hoy canto para quererte. Aunque siempre prevalezca esa canción marinera que vibra en el corazón del mundo. Dios te salve, Reina, Madre y…

Soleá, dame la mano

a la reja de mi cárcel,

que sigue pasando el tiempo

Y Tú sigues sin llamarme.

 

Soleá, dame la mano

y déjame ver la calle;

por mucho que estoy luchando

no consigo liberarme.

 

Contaré las primaveras

recluso, en cuatro paredes,

esperando que me absuelvan.

 

Y es que, por mucho que quiera,

seguiré pasando noches

preso por estas cadenas.

 

Necesito el Viernes Santo

esa mano que sostiene

todo tiempo y todo espacio.

 

Soleá, cuántas mañanas

pasan mis ojos culpables

mirando por la ventana.

 

Yo maldigo esta condena

que hace que te esté pensando /que hace que yo esté pasando

miles de noches en vela.

 

Soleá, tenme presente:

cuando vuelvas a tu barrio

dame la mano en el puente…

 

Como siempre, cada viernes,

volveré a quedarme atrás

esperando, tras las rejas,

que me des la libertad.

 

Ahora que Tú estás delante

tan solo quiero pedirte

que así puedas perdonarme.

 

Ya se acaba ya la visita:

solo me queda el consuelo

de contarte mis penitas.

 

Soleá, por Dios, di algo.

Te dejo, por si te olvidas,

mis lágrimas en tu manto.

 

¿Cómo podría olvidarte

si tus ojos de canela

son los ojos de mi madre?

 

La noche queda ya lejos.

Al alba canta la salve

un arcángel trianero.

 

Tu mano morena y leve

acércamela a los labios

que quiero alcanzar a darte

los besos que nunca he dado.

 

Despiadados carceleros,

concededme este permiso

que quiero ser marinero

y alcanzar su paraíso.

Su mirada es asidero

y Esperanza del mortal,

porque toda libertad

Tan solo en su nombre encuentro:

Ella es de Triana el centro

y luz en mi soleá.

 

  • Vivir para volver

La vida es un círculo imposible. Un círculo sin grietas. Y a nosotros, los sevillanos, como bien sentenció Manuel Chaves Nogales, se nos va la vida disponiéndonos a vivirla. Hoy hago mías esas palabras y no puedo sino confirmar que muchas veces se nos escapa la propia Semana Santa intentando atraparla, comprenderla, interpretarla. Mis palabras, estas hojas, caerán sin remedio en el amplísimo acervo literario de aquellos infelices que intentaron aproximarse, sin éxito y sin acierto, a la Semana Santa según Triana. Estos han sido mis ojos, que apenas cuentan con veinte Domingos de Ramos. La única certeza, y de ella sí que nadie puede escaparse, es que la Semana Santa que estamos a punto de inaugurar no volverá jamás a nuestras vidas. Nosotros volveremos a la Semana Santa, pero a una nueva, a otra distinta, con otros ojos, en otros contextos, y con otras personas. Miraos. Vuestro espíritu será joven pero nuestras manos ya no tanto. Un año de más, un año de menos. Salid a la calle y gritad que os amáis, que os queréis, que trabajáis con sinceridad, con sencillez, con humildad, para dejarles a quienes algún día aquí vuelvan a reunirse, una Semana Santa feliz, cuidada, limpia y libre de intromisiones. No obstante, sabed que intentarán, en vano, destruir la semana por la que estamos vivos y por la que vivimos. Hacedla posible. Haced posible una nueva Semana Santa.

Ya los días pesan y debemos reposar todo cuanto hemos visto, llorado, sentido, reído, recordado, vivido, expresado. Cae la noche del viernes y regreso al inicio, a la marquesina que cobija mi desánimo. Sin embargo, camino al autobús, la vida me tenía preparada otra sorpresa para cerrar la Semana de Pasión. Porque la Semana Santa es siempre pasión. Nunca muerte. La historia dice así…

Regresando por Castilla

con el tiempo ya cumplido,

me encontré entre los naranjos

unos ojos escondidos.

 

Era una mujer. Le dije:

“Yo recuerdo haberte visto”.

De sus labios no salió

ni tan siquiera un suspiro.

 

Era su carne marfil,

-alabastro detenido-

y mis ojos se clavaron

en sus pupilas sin brillo.

 

Sin mirarme, al fin, habló:

“Ayúdeme, se lo pido”.

Y añadió, mirando al suelo,

“… que están matando a mi Hijo”.

 

Por su llanto pregunté

y exclamó con voz de plata:

“Las lágrimas que lloré

se las ha llevado el agua”.

 

“Dulce mujer, no te apures,

que me quedo aquí contigo”.

Yo le juré aquella noche

vengar su infeliz destino.

 

“Ya es tarde para salvarlo.

Yo ya sé que no está vivo.

Tu deber es irte ahora

para acabar tu camino”.

 

Pregunté antes de marchar

si sabía el asesino.

“A mi Hijo lo ha matado

Ese payo malnacido”.

 

Y con voz de luna rota,

me lanzó un último aviso:

“Dígale que soy su Madre

y que por Él me desvivo”.

 

“Gracias por todo, viajero,

yo ya, sin más, me despido.

Si vuelve usted por Triana

pregunte por Patrocinio”.

Y allí la dejé, sola, ahogada en lágrimas invisibles y envuelta en llamaradas y flecos orientales. Le han arrebatado, en plena adolescencia, la vida misma. Yo, obvié sus advertencias y sus súplicas y me dirigí a buscar a su Hijo suyo, siquiera para decirle que su madre lo amaba. Y lo sigue amando, a pesar de tantos viernes tras su estela nocturna y malherida. Busqué de nuevo el brazo destensado del río y llegué a la minúscula orilla que, de tan quieta, parecía muerta. Realmente detenida. El río, los sauces, los muros, la otra orilla, el cielo, el universo. Los hombres. Allí estábamos todos nosotros mirando a un mismo sitio. A un mismo punto. Las miradas eran flechas disparadas en silencio y, entre todas, formaban un arco de tangibles eternidades. Formaban una cápsula de aire impenetrable, inviolable, indestructible. Bajo ella, la hora final. El crimen. Eran ciertas las palabras de su Madre. El asesino había huído vil y cobardemente. A mi lado, un buen hombre ha garabateado, en su cuaderno, unos ojos aferrados a la vida. Es testigo de la historia. De sus manos saldrá la agonía y el tránsito inmisericorde hasta el cielo mismo. Ahí estás otra vez. Con la vida entre los labios y el universo en la frente.

Si te mirase algún día

y te alcanzara la muerte,

la desgracia de perderte

nadie me la curaría.

Hacia el cielo volaría

esa duda que me espanta

y el rezo de mi garganta

ya no tendría un porqué,

porque, sin Ti, yo ya sé

que no habrá Semana Santa.

Si algún viernes este río

no lo cruzas a mi lado,

el puñal de tu costado

lo clavarás en el mío.

Y en ese pozo vacío

del ayer y del mañana

se perderá esa semana

en la que vuelvo a vivir,

Cachorro, porque sin ti

moriremos yo y Triana.

 

He dicho