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La Virgen de la Victoria reescribe su propia historia

Se cotizaban las gradas de la Catedral, hogar de mercaderes y vendedores en otros tiempos, y tan solo algunos valientes (la mayoría, foráneos ignotos en la materia climatológica) se apostaban al sol. La Giralda no proyectaba ramos de sombras sobre el asfalto, pero podía más la sed de la pasión y del gozo que la corporal y física. Con puntualidad suiza se abrió la Puerta de Palos y comenzó a desfilar el cortejo, con la banda de cornetas y tambores de la Cigarreras abriendo paso y haciendo gala, esta vez con más razón, de la Fama alegórica y cascabelera que corona (ya que estamos, hablamos con propiedad y con los términos adecuados a la ocasión) el banderín.

Media hora después, ya con todas las representaciones dispuestas y precediendo el paso de la Santísima Virgen, empezó el alboroto de santos –de campanas- que desafían la gravedad del cuadrado perfecto que es el prisma fino de la Giralda. Corpus Christi, Cebrián y las primeras aglomeraciones. Los primeros rayos de sol incidían duramente, casi con saña, en el perfil marmóreo de la Virgen de la Victoria, cuya corona requiso en dos o tres ocasiones de la pericia del prioste, pues no estaba lo suficientemente sujeta y peligraba su estabilidad. La estrechez de Hernando Colón, antesala de la Plaza de San Francisco, protegía del sol las mini calas que refrescaban el paso con su blancura y ya en el Ayuntamiento todas las autoridades civiles recibieron a la dolorosa del Jueves Santo. Una petalada, como quien descuelga un telón agujereado desde las alturas del proscenio, puso punto y final al protocolo y el Arenal, nuevamente, saludó con la tarde algo vencida a la Victoria.

En la Plaza de Molviedro se levantaba, poco a poco, un revuelo de expectación. Era un punto crítico del recorrido triunfal y todo se elaboró al cigarrero modo. La banda de la Columna y Azotes se incorporó en este punto del recorrido y la Coral Polifónica de Jesús Despojado entonó cánticos y salves a la Virgen de la Victoria, que en pocos minutos se adentró por Castelar levantando los aplausos de una plaza a rebosar. Sonó la marcha de Espinosa, recién estrenada, y era momento de andar. Castelar (Margot, deleite), Arfe (la vuelta con Mater Mea fue una ensoñación) y el Postigo sirvieron como autopistas para recuperar algo de tiempo antes de llegar a la Capilla del Rosario.

La noche, por supuesto, había caído por la Caridad, y aunque la querida y archiconocida Leslie rondaba por las costas lusas, nada hacía presagiar sobresaltos.  La calle Temprado fue un suspiro y con Peralto se marchó con la Torre de la Plata al fondo, sin detenerse un instante. Un palio andando (cuando digo andando, digo andando) son espectáculos casi naturales imprescindibles y casi milagrosos.

Ya en su barrio, salvada la presión del Paseo de Colón una noche de sábado, todo se desbordó y ciertamente el ojo crítico (y ansioso) del cofrade esperaba acciones y reacciones. Las calles de Los Remedios, de nomenclátor completamente mariano y de variada procedencia geográfica, estaban adornadas con pancartas y colgaduras de la coronación. Empezaron a sucederse las petaladas y todo era sorpresa y asombro. En el Colegio de Santa Ana, por los alrededores de la calle Padre Damián y Virgen de Loreto, la Virgen se reencontró con antiguos alumnos y en la Parroquia de los Remedios la banda juvenil de las Cigarreras interpretó la marcha de Barril. Jesús de las Penas. Virgen de la Paz. Rocío. La Virgen de los Desamparados. Petalada. En este camino conocimos a Eduardito.

Eduardito quería como nadie a su Virgen de la Victoria. Guapa. Te quiero, mamá. Guapa, mamá. Mu poquito a poco. Eduardito gritaba y lanzaba letanías de amor dolorosamente sinceras tras los prestes. Madre Cigarrera, rezaba una pancarta que se abría como un abrazo entre dos balcones. Victoria de la Fe, se leía en otra. En las calles nadie esperaba a la Victoria: todos la acompañaban, sencillamente. Sobrepasamos la medianoche y el día de la coronación se esfumó.

Satisfacción, gratitud y un sabor de boca inigualable. Por si fuera poco, antes de entrar en el modesto y ciertamente insulso patio de la Fábrica de Tabacos, la banda de las Cigarreras (ejemplar y exquisita en repertorio y ejecución) nos trasladó al Jueves Santo con Virgen del Valle. Como el domingo pasado, todos nos veíamos sin mirarnos. Palmas tras Virgen del Valle. Lo extraordinario siempre merece su sitio.

Los músicos, rebuscando en sus carpetas, colocaron las partituras de Font. Eduardito tenía sed y pedía agua. Decía que ya mismo estaba aquí la Semana Santa. Soleá sonó como un hechizo y la llama incandescente y majestuosa de la Victoria, sola en aquel rellano de paz, giraba sobre sí misma como ensimismada en su eternidad. Dirigió al pueblo su última mirada, que no podía apartar los ojos de aquel horizonte inclinado. El palio, rectángulo infinito cosido y bordado por Dios mismo, mecía su cuna de oro sobre sus juncos de plata.

La Virgen de la Victoria Coronada, siempre itinerante y siempre única, se perdió para siempre en la inmensidad tenebrosa de su capilla. Como si se la tragaran los siglos para siempre. Sería la una de la mañana.

Sonaba Amarguras…