Caravaggio ardiendo en el oasis rojizo de la atardecida. La sangre, seca y brillante, derrama el caudal divino por el contorno maltratado del hombre. La mano furiosa, más que azotar al inocente, desdibuja la armonía finísima y atemporal de aquel instante. ¿Nadie acude? Late la vida por sus ojos abiertos, interrogantes, como almendras recién florecidas.
Una catedral de oro real corteja a la dama. Camina con desaire, despreocupada, pero con conciencia y decisión. El rito, aprendido por los siglos imperecederos, configura su ternura casi desapercibida. Imparte cánones envidiados en las cortes de Europa. Y, queriendo y con fuerza, arrebata. Toda la noche recordaremos la caricia de su perfil con el aire limpio del Jueves Santo.