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Iluminar como las velas de cera

Una de las cosas más bonitas, genuinas y simbólicas del mundo cofrade son las velas de cera. Tienen algo de especial y de profundo que, por mucho que se quiera, no puede ser sustituido por ningún otro sucedáneo. Solo hace falta pensar en la diferencia que existe entre encender una vela de cera en un lampadario metálico delante de nuestras imágenes de devoción y hacerlo en uno eléctrico. Encender una vela es casi una paraliturgia, que nos conecta con aquellos que nos transmitieron la fe y que nos acerca hacia Dios. Personalmente, cada vez que enciendo una vela de cera, recuerdo con cariño a mis abuelos, con quienes encendí tantas velas a Cristo, a la Virgen y a los santos. Aquello tenía algo de especial y sobre todo de sagrado. Puesto que primero te daban la moneda que debías introducir en la ranura del cepillo. Después te decían que debías tener mucho cuidado de no quemarte ni quemar nada al encender tu vela con la llama de alguna de las que ardían ya en el lampadario. Por último, todos dirigíamos la mirada hacia la sagrada imagen y rezábamos juntos una oración que confiábamos continuaría mientras la vela estuviera encendida, aunque nosotros hubiéramos ya salido de la iglesia.

Y es que, las velas de cera que iluminan nuestros lampadarios, los cirios con los que alumbramos el cortejo de nuestras procesiones y, por supuesto, aquellos que iluminan a nuestros titulares en nuestros pasos procesionales, son profundamente evocadores y esconden una simbología especial. Puesto que, desde los primeros siglos, con las velas de cera, se ha querido simbolizar a los cristianos, llamados a ser la luz del mundo y por tanto a consumirse iluminando, como hacen las velas de cera sobre el altar, en el lampadario, en las manos de un nazareno, o en las tulipas y candelabros de los pasos.

Creo que esta imagen de la vela que se consume es además muy sugerente para los cofrades en general y para aquellos que son llamados a ejercer algún cargo de responsabilidad en la cofradía en particular. Puesto que, los hermanos de una cofradía tienen que alumbrar con su luz. El mismo Jesucristo nos recuerda que no se enciende un candil para esconderlo, sino para alumbre, del mismo modo que las buenas obras de los creyentes deben invitar a todos a glorificar a Dios (Mt 5, 14-16).

Ahora bien, el hecho de que tengamos que iluminar no debe confundirse con la tentación humana de querer deslumbrar o de creernos imprescindibles. Puesto que, nuestra luz como creyentes se hace más fuerte cuando está en compañía de otros tantos cirios que, como nosotros, quieren iluminar y descubrir, en medio de las tinieblas de la noche, el rostro de Cristo y de la Virgen. Además, debemos de pensar que, al igual que una vela se consume iluminando y después se cambia por otra que cumple la misma función, también nuestra vida como cofrades se inscribe en una tradición de personas que han iluminado antes que nosotros y en la de otros que nos seguirán cuando ya nos hayamos consumido. Y es que, nuestra luz no es nuestra, es la de Cristo, luz del mundo. Nosotros aportamos la cera y el pábilo que, siendo importantes, no son nada sin la llama y, como se ha dicho, están llamados a consumirse iluminando.

Por tanto, las velas de cera pueden no solo ayudarnos a orar y recordarnos a aquellos que nos enseñaron a rezar valiéndonos de ellas. Sino que también pueden recordarnos que no debemos deslumbrar, puesto que estamos llamados a iluminar y a consumirnos iluminando. Pero siempre con una luz que no es nuestra, sino que es la luz de Cristo.