Blog

El Cristo de la Agonía de Vergara tras su restauración…..La fe devuelta

Abandona el hogar por la mañana, muy temprano, antes que abran las tiendas y el color intenso de las frutas solapen el gris monótono de las calles. Apenas acierta el sol a traspasar su luz entre las nubes, y el verde frondoso de las montañas rodea la villa con su abrazo de clima propio. El pan, caliente ya bajo el brazo y amasado en la fragua del alba, desprende un aroma amigo de casa tranquila. Reposan las alubias en la cocina y llueve algo.

Camina despacio, siguiendo la ruta que le marca la cotidianeidad y la propia supervivencia. Se detiene en algún escaparate de una tienda recién abierta, y el día aún no termina de levantarse. Saluda a las vecinas, a cuestas cada una con su historia. La torre de la iglesia, barroca, recia y algo baja, despunta en el centro mismo del valle, y por entre la piedra del puente brota un musgo estampado. Los escudos de armas presiden los muros de una casa que en su día fue noble, y que hoy solo es un espejo de tiempos pasados esplendorosos. Tan solo el color brillante de las macetas dota de vida los balcones cerrados quizá para siempre.

Hierve el café entre las manos, y un hombre lee el periódico consciente de su realidad cuasi paralela, agraria. Los soportales se despliegan a lo largo del rectángulo de la plaza, y estos habitantes matutinos ven pasar la vida apoyadas sus manos en el bastón, apostados en un banco de madera que se asienta sobre tres bloques de piedra gruesa que, a su vez, se adosan verticalmente a la pared. San Pedro abre, al fin, y ella entra, con el calendario ajado y la fe, su fe, quebrada.

Sigue vacío. Aquel abril queda ya lejos, pero ella ha contado los días por eternidades. Reza ante el Santísimo y deja el carro de la compra a su lado. Un órgano hermoso combate el frío del coro y el silencio acampa por las naves. Alguien, al fin, se le acerca, y apoya la mano en el hombro y le susurra: “mañana viene al fin, hija”. Y se le enciende la llama.

Entre tanto, en cualquier carretera que cruza en dos los vastos campos de la meseta, un camión, transporta, asegurada y protegida, la razón de la vida de una persona. Atrás el cielo azul, el sol casi diario y el azote de la atmósfera alegre. Lo imagino, tumbado sin que le roce el aire, y despidiendo con su poderosa cabeza (mirando, casi, hacia atrás) aquella ciudad que le devolvió a la vida, a su raíz, a su origen, a su infancia, arrancada a los pocos días de nacer del taller que reinventó la fe de todo un pueblo. Atrás el tormento, los siglos, la expresión dura y rabiosa. Donde había expiración, ahora hay abrazo. Solo hay serenidad, dulzura, comprensión. Dios, al fin, de Andalucía.

En el norte se apaga nuevamente el día, sumido en la palidez del cielo plúmbeo. Pero ella ha vuelto a vivir. Mañana volverá a realizar el mismo camino, las mismas tareas, la misma vida. Pero cuando doblen las campanas y se abra nuevamente el portón, en el discreto retablo hasta entonces, desierto, estará, como así ha sido los últimos 400 años, la imagen serena y grandiosa del aquel Dios renacido. Con su cielo, sus montañas, su valle, su torre, su calma y su rincón. Porque la fe es creer sin ver. Y aquella mujer volverá a creer en la vida. Volverá a creer en el Cristo, su Cristo, de la Agonía.

(Reportaje de Miguel Ángel Torres y Pedro J Clavijo) 

  • 0

  • 1

  • 2

  • 3

  • 4

  • 5

  • 6

  • 7

  • 8

  • 9

  • 10

  • 11

  • 12

  • 13

  • 14

  • 15

  • 16

  • 17

  • 18

  • 19

  • 20

  • 21

  • 22

  • 23

  • 24

  • 25

  • 26

  • 27

  • 28

  • 29

  • 30

  • 31

  • 32

  • 33

  • 34

  • 35

  • 36

  • 37

  • 38

  • 39

  • 40

  • 41

  • 42

  • 43

  • 44

  • 45

  • 46

  • 47

  • 48

  • 49

  • 50

  • 51

  • 52

  • 53

  • 54

  • 55

  • 56

  • 57

  • 58

  • 59

  • 60

  • 61

  • 62

  • 63

  • 64

  • 65

  • 66

  • 67

  • 68

  • 69