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La Virgen del olvido

Recuerdo que tenía los ojos muy tristes y muy cansados, como un cante viejo nacido en la profundidad de una garganta quebrada por el tiempo. Jamás podré responder todo lo que me preguntó en esos segundos esculpidos en el aire. Su mirada gris y derrotada entregaba su suerte a un cielo que nunca ha vuelto a ver. Quizás por eso una pupila tan plomiza y unas lágrimas asomando al vacío del olvido.

En el pozo de sus ojos podía leerse una historia de desgracias e infortunios. Esta Virgen, acunada por las crecidas del río, es la reliquia más actual de la siempre azotada vida de Triana. Hay azulejos en Pagés del Corro que recuerdan las catástrofes. Conoció el barrio como nadie: su maltrato, su arrebatado carácter, sus gremios, sus gentes que siempre soñaban con el mar aunque solo hubiera orillas de juncos y sauces. Sus ojos recordaban las mañanas nubosas de la bahía. Sin embargo, solo un hospital y un puente de barcas. Había quienes despertaban con yunques y hierros; ella amanecía con calafates y carpinteros.

La margen derecha del río salpicó sus rodillas un tiempo, hincadas siempre en el barro de los astilleros. Se cuenta que tras visitar el convento de los Remedios (hoy Museo de Carruajes) radicó en la Catedral de Triana cuando ya el esplendor de su cofradía se había diluido en las crisis comerciales del XVIII. Y de allí la arrancaron de su Hijo y de su tierra. Para siempre.

Y acabó lejos, muy lejos, en el centro de nada. El destino quiso que un Nazareno se cruzara en su soledad marchita y profunda. Su verdadero Hijo, hoy sentado sobre una roca y con una caña como cetro, cambió el rumbo y la vereda. Y en una ventana bendice a los viajeros que parten. Ayer en el río, y hoy por los Caños. Y Él mismo, el primer viajero de la historia. Paradojas.

En la nave del Evangelio de la iglesia de San Nicolás, con la oscuridad cercando su silueta y lamentando su destino, la Virgen del Camino guarda luto por una vida con más sombras que luces. Cada quince de septiembre, trágica y desdichada, ofrece sus manos entrelazadas esperando que alguien con su beso avive tímidamente su letargo injusto e interminable. Cierras la puerta. Y necesitas volver. Una última mirada atrás para sucumbir a la impotencia. Todo es insuficiente. Todo ha sido para nada.

Algún día brillará el sol tras esos ojos acromáticos y realmente tristes. Nada duele tanto como una mirada sin color. ¡Sin color no hay vida! Por sus labios se escapan suspiros de soledad y añoranza. ¿Es que nadie va a escucharla? En la penumbra de su retablo pesa el olvido. Porque, definitivamente, no tiene a nadie. Y aún así, sigue siendo hermosa.