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Dos nazarenos

Cada cual decide el momento apropiado para estrenar su primavera. Ritos bien reproducidos a imagen de la mayoría practicante por pura curiosidad o por deseo de integración, bien heredados de una sangre ancestral y latente, estirpe de túnicas centenarias y cordones de medalla descoloridos.

Yo soy nazareno impuro, casi desleal. Jamás he acompañado a mi padre porque nunca inició el rito. Todo lo que sé –nada- lo he aprendido con inocencia, con desconocimiento, con osadía. Con los ojos, con las manos esculpidas en la tela negra del antifaz. Cuando niño temía encontrarme con el primero, pues significaba (y significa) el vértigo de las horas, el consumo de los días. El primer nazareno duele como una cuenta atrás. Y hoy, yo soy mi primer nazareno. Aquel que temía y que soñaba. Creo que no hay responsabilidad más trascendente.

Caminando por la calle San Fernando, me descubro a mí mismo. Mirando al frente, siento las flechas de los niños, sus manos me señalan. Se comprueba así la Semana Santa. El primer nazareno es  la verdad, es constatar una realidad dormida, imaginada, que se vuelve palpable. Y quiero acercarme. Les sonrío, y se esconden tras la chaqueta impoluta de sus padres, cómplices del momento y delicadísimos protectores de su frágil inocencia. Soltarles la mano sería dejarlos a solas ante el miedo a la mentira. Ante el miedo a perder la ilusión.

Sobre sus ojos, claros como una mañana de mayo, se adivina el misterio, la incredulidad. Inconscientemente, colaboran. Necesito ser ellos aunque jamás vuelva. El tiempo pende de un hilo entre sus miradas, despejadas, y la mía, recortada y anónima. No me olvidarán porque no me han conocido. Pero forman parte de mi vida. Soy su primer nazareno. Soy mi primer nazareno.

Con el discurrir de los días, vertiginosos e imparables como una tormenta, desfilan ante mí miles de nazarenos. Cada cual con su misión, su promesa, su linaje. Con su familia, su barrio, su gente. Con su penitencia, con su cansancio, con su cirio ardido y amorfo. Y así se conforma la ciudad, invadida pero partícipe. Las farolas apagadas nos recuerdan cómo es la vida, y el disparo de las sillas al plegarse constituye la ruleta rusa de un fin indeseado. Una hilera de taxis en Conde de Barajas espera, voraz y atenta, prestar servicio a los derrotados.

Las olas de Bécquer no tienen piedad conmigo, y me he quedado con mi dolor a solas. Aún oigo el crepitar de la cera caliente en los adoquines cansados. Sin embargo, los portales, a oscuras, hielan la calle con el frescor y el aroma de los patios interiores. El azahar es frío y abrumador. El silencio, que habla como nunca antes, se rompe por los últimos pasos. Doblando una esquina de la calle Gravina, un monaguillo se pierde para siempre caminando de la mano del último nazareno.

(Fotografía José Campaña)