En el umbral de la Semana Santa

Poco a poco, paso a paso, hemos llegado al final de la Cuaresma y nos disponemos a encarar la Semana Santa. La semana más importante para los cristianos en general y sin duda la más emocionante y especial para los cofrades en particular. Son muchas las maneras de entrar en la Semana Mayor. Basta pensar en quien entra en ella esperando simplemente unos días de descanso, de playa, de turismo. O en quien la encara como turista, dispuesto a conocer ciudades y arte, edificios y procesiones, desde un punto de vista histórico y cultural. También hay quien se introduce en la Semana Santa desde el deseo de vivir las procesiones como una cita familiar o social, que le liga con su propia identidad, con su pueblo y con su gente. Pero, como no podía ser de otra manera, en estas líneas me gustaría ofrecer unas claves para entrar en la Semana Santa como cristianos, tras las huellas de Jesús como cofrades que han tomado su cruz y le siguen.

De este modo, creo que conviene recordar que a Jerusalén se entra entre palmas y vítores, pero al Calvario se llega de un empujón. Así, en el umbral de la Semana Santa contemplamos a  Cristo que entra triunfalmente en la ciudad de Jerusalén, aclamado por todos y recibido como el Hijo de David, el bendito que viene en el nombre del Señor. Y, como sabemos, pocos días después, el Viernes Santo, el Señor recorre esas mismas calles haciendo el camino inverso, siendo expulsado de la misma ciudad que le había recibido, cargando con una cruz y sin apenas fuerzas, después de haber sido flagelado y coronado de espinas. Por ello, el Señor cae por las calles de Jerusalén y a lo largo del camino del Gólgota y así, llega al Calvario entre empujones y patadas de los soldados romanos que después le clavarán a un madero entre dos ladrones.

Este contraste dramático y desgarrador, es presentado de un modo natural por la Semana Santa de nuestros pueblos y ciudades. Así, es normal que en muchas de nuestras iglesias nos encontremos con la imagen de la Borriquita y la del Crucificado o la del Nazareno, colocadas sobre sus pasos, una frente a otra, esperando a salir a las calles. O que, después de la procesión triunfante y alegre de la Entrada Triunfal de Jesús en Jerusalén, las puertas del templo vuelvan a abrirse para que por ellas salga Cristo sangrante y muerto.

Creo que en este contraste se enmarca una gran sabiduría que afecta tanto a nuestra fe en Cristo como a nuestra propia vivencia de cofrades y, por ende, de cristianos. Y es que, estas imágenes y procesiones de la Borriquita y del Varón de Dolores son una advertencia de que no debemos llamarnos a engaño ni confundirnos, como hicieron tantos en aquella mañana de Domingo de Ramos. Puesto que, Jesucristo mismo nos recuerda que “su Reino no es de este mundo” y por tanto, su ser Mesías no pasa por la gloria y el honor mundanos, sino que más bien conoce nuestra condición humana hasta en sus noches oscuras más dolorosas.

Por otro lado, como decía, estas dos imágenes tienen mucho que decir a nuestra vivencia de cofrades. Puesto que, a veces imaginamos que nuestra pertenencia a las cofradías y nuestro tomar responsabilidades y cargos en ella o en la Iglesia será algo parecido a la procesión del Domingo de Ramos: una aclamación y aplauso continuos. Sin embargo, aunque a veces esto se dé, lo cierto es que en ocasiones quien tiene que coordinar y tomar decisiones, se encontrará con la soledad, la falta de compromiso, la incomprensión, la crítica y el dolor. Creo que esos momentos marcan a fuego nuestra vivencia de la Semana Santa, puesto que nos recuerdan que si estamos allí no es por la búsqueda del aplauso de la gente, sino por el seguimiento de Jesucristo que carga con su cruz y sufre por amor. Solo caminando en pos de Él y con Él, uno es capaz no solo de soportar el peso de la cruz, sino también de darle sentido desde su profundidad más honda, y no desde la confusión de la gloria humana con la gloria de Dios, que llegará con la resurrección.

Por ello, en este Viernes de Dolores, al inicio de la Semana Santa, quizá valga la pena mirar a la cruz, dirigiendo nuestros ojos al Crucificado y también a su Madre Dolorosa que se encuentra bajo ella. Puesto que así seremos capaces después de entender cuál es ese triunfo con el que Cristo entra en Jerusalén el Domingo de Ramos, encarando con fuerza humana y amor divino su trágico destino.

¡Feliz y Santa Semana a todos!

Mirad el árbol de la Cruz

El domingo pasado, en el marco de la celebración de la liturgia estacional de la Basílica de Santa Cruz en Jerusalén de Roma, en la que colaboro pastoralmente, tuve la oportunidad de bendecir al pueblo con la reliquia de la Santa Vera Cruz y de portarla después procesionalmente hasta la capilla en la que se venera habitualmente. Es difícil describir con palabras lo que sentí en mi interior al tener entre mis manos y mirar con mis ojos el relicario que contiene el leño seco que Santa Elena encontrara en el Calvario: el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la Salvación del mundo. Una emoción que, a su vez, era compartida por aquellos que presenciaban la procesión por las naves de la Basílica, santiguándose y haciendo reverencias y genuflexiones al paso del Santo Madero, así como de las otras dos reliquias que conformaban el cortejo: el Titulus Crucis y el Santo Clavo.

Bien decía Santa Teresa de Jesús que “en la Cruz está la vida y el consuelo, y ella sola es el camino para el Cielo”. Por ello los cristianos vemos en ella un signo de salvación y no un instrumento de tortura como expresa aquel conocido y bello canto: “Victoria tú reinarás, oh Cruz, tú nos salvarás; el Verbo en ti clavado, muriendo nos rescató, de ti, Madero Santo, nos viene la redención”. La Cruz es la más grande prueba del amor de un Dios que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó para que todo a aquel que crea en Él, tenga vida eterna. Así, creo que es importante recordar que la Cruz no es ni una exaltación del dolor por el dolor, ni tampoco un signo de honor y vanagloria.

Y es que, a veces tendemos a confundir la Cruz de Cristo con un signo de un dios sádico que para nada es el nuestro. La Cruz de los cristianos no es una búsqueda o una exaltación del dolor por el dolor, ni mucho menos un instrumento de negociación o trueque con la divinidad. No, nuestro Dios no quiere ver a sus hijos sufrir, ni tampoco es alguien que concede gracias a aquellos que se autoinfligen sufrimiento. La Cruz cristiana tiene un significado mucho más profundo y cotidiano, y es el de que el amor duele y, por tanto, quien elige amar, aunque no lo quiera, elige también sufrir. Esto es algo que saben bien los matrimonios, los padres de familia y, en el fondo, todo aquel que haya amado a alguna persona. Pero la prueba de que alguien nos ama se encuentra precisamente en que no nos abandona cuando sufrimos o cuando causamos sufrimiento. Y esto es precisamente lo que hace Dios en su Hijo clavado en una Cruz: salvarnos en el sufrimiento.

En otras ocasiones tenemos una visión demasiado humana de la Cruz, que hace que la imaginemos como un signo de honor y vanagloria. Así, queremos ser aquellos que la portan en las procesiones, o estar lo más cerca de ella posible. La exhibimos con orgullo de diversas maneras, a la vez que la veneramos con devoción. Sin embargo, cuando la Cruz llega de improviso a nuestras vidas, la huimos en lugar de abrazarla, la maldecimos en lugar de bendecirla y así, en vez de unirnos a Dios, nos aleja de Él. Por ello, creo que es importante que los cristianos en general y los cofrades en particular nos hagamos cada día más conscientes de que quien desea acercarse a la Cruz, portarla, besarla, venerarla o exhibirla, debe hacerlo desde el deseo de estar cerca de la Cruz de Cristo y no de otra hecha a la medida humana. Solo entonces nuestra devoción a la Cruz será sincera y coherente con el sacrificio que la convierte en el trono desde el que Jesucristo reina.

Así quien se acerca a la Cruz desde estas claves tiembla y siente miedo, baja la cabeza humildemente, y la venera con amor y agradecimiento porque ha experimentado que en ella se condensa el amor de un Dios que acepta voluntariamente su pasión por amor. Quien así lo haga, se estará abrazando verdaderamente a la Cruz de Cristo y, desde ella podrá, con la ayuda de Dios y de los hermanos, abrazar y portar la propia.

Iluminar como las velas de cera

Una de las cosas más bonitas, genuinas y simbólicas del mundo cofrade son las velas de cera. Tienen algo de especial y de profundo que, por mucho que se quiera, no puede ser sustituido por ningún otro sucedáneo. Solo hace falta pensar en la diferencia que existe entre encender una vela de cera en un lampadario metálico delante de nuestras imágenes de devoción y hacerlo en uno eléctrico. Encender una vela es casi una paraliturgia, que nos conecta con aquellos que nos transmitieron la fe y que nos acerca hacia Dios. Personalmente, cada vez que enciendo una vela de cera, recuerdo con cariño a mis abuelos, con quienes encendí tantas velas a Cristo, a la Virgen y a los santos. Aquello tenía algo de especial y sobre todo de sagrado. Puesto que primero te daban la moneda que debías introducir en la ranura del cepillo. Después te decían que debías tener mucho cuidado de no quemarte ni quemar nada al encender tu vela con la llama de alguna de las que ardían ya en el lampadario. Por último, todos dirigíamos la mirada hacia la sagrada imagen y rezábamos juntos una oración que confiábamos continuaría mientras la vela estuviera encendida, aunque nosotros hubiéramos ya salido de la iglesia.

Y es que, las velas de cera que iluminan nuestros lampadarios, los cirios con los que alumbramos el cortejo de nuestras procesiones y, por supuesto, aquellos que iluminan a nuestros titulares en nuestros pasos procesionales, son profundamente evocadores y esconden una simbología especial. Puesto que, desde los primeros siglos, con las velas de cera, se ha querido simbolizar a los cristianos, llamados a ser la luz del mundo y por tanto a consumirse iluminando, como hacen las velas de cera sobre el altar, en el lampadario, en las manos de un nazareno, o en las tulipas y candelabros de los pasos.

Creo que esta imagen de la vela que se consume es además muy sugerente para los cofrades en general y para aquellos que son llamados a ejercer algún cargo de responsabilidad en la cofradía en particular. Puesto que, los hermanos de una cofradía tienen que alumbrar con su luz. El mismo Jesucristo nos recuerda que no se enciende un candil para esconderlo, sino para alumbre, del mismo modo que las buenas obras de los creyentes deben invitar a todos a glorificar a Dios (Mt 5, 14-16).

Ahora bien, el hecho de que tengamos que iluminar no debe confundirse con la tentación humana de querer deslumbrar o de creernos imprescindibles. Puesto que, nuestra luz como creyentes se hace más fuerte cuando está en compañía de otros tantos cirios que, como nosotros, quieren iluminar y descubrir, en medio de las tinieblas de la noche, el rostro de Cristo y de la Virgen. Además, debemos de pensar que, al igual que una vela se consume iluminando y después se cambia por otra que cumple la misma función, también nuestra vida como cofrades se inscribe en una tradición de personas que han iluminado antes que nosotros y en la de otros que nos seguirán cuando ya nos hayamos consumido. Y es que, nuestra luz no es nuestra, es la de Cristo, luz del mundo. Nosotros aportamos la cera y el pábilo que, siendo importantes, no son nada sin la llama y, como se ha dicho, están llamados a consumirse iluminando.

Por tanto, las velas de cera pueden no solo ayudarnos a orar y recordarnos a aquellos que nos enseñaron a rezar valiéndonos de ellas. Sino que también pueden recordarnos que no debemos deslumbrar, puesto que estamos llamados a iluminar y a consumirnos iluminando. Pero siempre con una luz que no es nuestra, sino que es la luz de Cristo.

Cuando las puertas se abren

Creo que todo cofrade anhela el momento en el que las puertas de la iglesia se abren, apareciendo en su centro la Cruz de guía que, al avanzar y situarse en la calle, marca el inicio de la procesión. No en vano, durante estos dos años de Semana Santa sin procesiones una de las imágenes que más se repetían era la de las puertas de las sedes canónicas cerradas en los días de su salida procesional. ¿Quién podrá olvidar aquellas fotografías o grabaciones de la Semana Santa de 2020, en los momentos más duros del confinamiento, en los que las puertas cerradas de los templos se llenaron de flores y velas que los fieles dejaron ante ellas como símbolo de su oración en un momento trágico y también como signo de que no olvidaban que, ese día deberían haber acompañado en procesión a sus imágenes por las calles? Por ello, quizá cuando este año volvamos a escuchar el crujir de las puertas de nuestra iglesia, anunciando de un modo indudable que la procesión va a salir por fin de nuevo a la calle, nos sentiremos profundamente emocionados, al comprobar que la vida se abre paso, como la cruz entre la multitud.

En este sentido, creo que es interesante conocer como este gesto de la apertura de la puerta tenía su importancia en la antigua liturgia de la celebración de la procesión del Domingo de Ramos. En ella, al llegar el sacerdote a la iglesia, se encontraba con las puertas cerradas de la misma. Entonces, se acercaba hasta ellas y llamaba golpeándolas con fuerza con la Cruz (gesto que todavía hoy se conserva en algunas ceremonias jubilares de la Iglesia y también entre los ritos de algunas cofradías). Al punto, las puertas de la Iglesia se abrían, entrando el sacerdote y los fieles procesionalmente en ella, para la celebración de la Eucaristía.

Este sencillo gesto tiene un simbolismo muy profundo, que Benedicto XVI explicó en su homilía del Domingo de Ramos del año 2007. Así, la llamada del sacerdote a la puerta valiéndose de la cruz es una imagen que evoca el mismo misterio de Cristo quien, al morir por amor en la Cruz ha llamado desde este mundo a Dios, para así abrirnos una puerta que nosotros los hombres no podríamos haber jamás abierto con nuestras propias fuerzas. Es impresionante pensar y meditar lo que significa que Jesucristo, el Hijo de Dios, haya llamado a la puerta del Padre desde el lado de los hombres y precisamente con su Cruz la haya abierto, siendo así Él mismo, la puerta. Por ello, como nos recuerda Benedicto XVI, con Jesucristo las puertas del Cielo han quedado abiertas:

Con la cruz, Jesús ha abierto de par en par la puerta de Dios, la puerta entre Dios y los hombres. Ahora ya está abierta. Pero también desde el otro lado, el Señor llama con su cruz: llama a las puertas del mundo, a las puertas de nuestro corazón, que con tanta frecuencia y en tan gran número están cerradas para Dios. Y nos dice más o menos lo siguiente: si las pruebas que Dios te da de su existencia en la creación no logran abrirte a él; si la palabra de la Escritura y el mensaje de la Iglesia te dejan indiferente, entonces mírame a mí, al Dios que sufre por ti, que personalmente padece contigo; mira que sufro por amor a ti y ábrete a mí, tu Señor y tu Dios[1]

Toda esto nos muestra que, en el aparentemente sencillo gesto de abrir las puertas para la salida procesional, juntamente con nuestra emoción y alegría por poder salir a la calle, hay en realidad una profundidad impresionante. Pues, al abrirse las puertas de nuestra iglesia y encontrarnos en su centro a la Cruz que avanza hacia el lugar de lo cotidiano que es la calle, en realidad estamos asistiendo a un recuerdo al misterio de Cristo que ha unido lo humano y lo divino, abriéndonos las Puertas que cerraban nuestro camino hacia el Padre. Por ello, siguiendo esta misma homilía de Benedicto XVI podemos entender que “La procesión es, ante todo, un testimonio gozoso que damos de Jesucristo, en el que se nos ha hecho visible el rostro de Dios y gracias al cual el corazón de Dios se nos ha abierto a todos”[2]. Ojalá que, al escuchar el crujido de nuestras puertas al abrirse, ver la luz que entra a través de ellas, y atravesar su umbral caminando tras la Cruz para salir en procesión, recordemos que es Cristo quien nos ha abierto la puerta, porque Él mismo es la puerta y sintamos que Él está llamando a la puerta de nuestro corazón e impulsándonos a salir a dar testimonio de su resurrección, no sólo en la Estación de Penitencia, sino a lo largo de toda nuestra vida.

[1] Benedicto XVI, Homilía de la celebración del Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, 1 de abril de 2007, https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2007/documents/hf_ben-xvi_hom_20070401_palm-sunday.html

 

[2] Ibid.

Cuaresma: una meta con dos profundidades

Llevamos ya poco más de una semana de esta peregrinación que es la Cuaresma. Este año se sienten especialmente el entusiasmo y las ganas de caminar con paso decidido hacia nuestra meta, preparando todo lo necesario para ello, sea en nuestro interior o en nuestro exterior.

Así, los ensayos se suceden con gran éxito y fidelidad, casi como si este doloroso paréntesis de dos años no hubiera existido. También los cultos se celebran con toda solemnidad y profundidad, con la mirada y el corazón fijos en las imágenes del Señor y de su Santísima Madre que anhelamos volver a ver sobre sus pasos procesionales. Por su parte, algunos Vía Crucis han salido ya a las calles, imbuidos de una normal y sentida devoción que casi hace olvidar que los integrantes portan mascarilla.

De este modo, todo se prepara y todos se preparan para un acontecimiento, que es la meta de este itinerario cuaresmal que vamos poco a poco recorriendo.

Sin embargo, a poco que se observe o se comparta con los cofrades uno advierte que esta meta tiene dos profundidades. Para unos se trata simplemente de una preparación para las procesiones, como evento importantísimo que marca el paso de los años y de las generaciones. Para otros, sin embargo se trata de una preparación interior para un evento Sacro, como es la conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo: misterio central de nuestra fe, que es en definitiva el origen, motor y el fundamento de nuestras procesiones.

Por ello, quizá ahora que estamos apenas comenzando este itinerario cuaresmal sea un buen momento para hacer un parón y dedicar un tiempo de oración ante nuestras imágenes titulares. En él, podemos pedirle a Cristo y a la Virgen que nos ayuden a preparar no solo nuestro cuerpo sino también nuestro espíritu para hacer nuestra Estación de Penitencia. Que nos enseñen no sólo a aderezar nuestra iglesia, nuestros pasos y nuestro cortejo, sino también a hacerlo con nuestra comunidad de fe que son nuestros hermanos cofrades. Y, por qué no, quizá deberíamos pedirle a nuestros titulares que nuestro testimonio como cofrades seguidores de Jesucristo ayude a nuestros hermanos a «remar más adentro», pasando de una vivencia humana de la religiosidad popular a otra más profunda, más cercana al infinito amor de Nuestro Señor Jesucristo.

Al inicio de la Cuaresma 2022

El Miércoles de Ceniza comenzamos el tiempo litúrgico de la Cuaresma. Como sabemos, se trata de un camino hacia los días santos en los que recordamos la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, fundamento de nuestra fe. La Iglesia nos propone prepararnos para este acontecimiento tomando conciencia de algo que no siempre nos gusta reconocer: nuestra limitación. Así, por medio de la oración, del ayuno y de la limosna descubrimos que no somos el centro de nuestra vida, puesto que éste lo es Dios, que hay muchas cosas y realidades que nos sobran y que nos alejan de Él, y también que el Señor nos espera en aquellos que sufren y necesitan de nuestra ayuda para aliviar su sufrimiento. La Cuaresma es, como sabemos, un tiempo muy querido para los cofrades, puesto que en Él, este camino y esta espera hacia la Pascua del Señor, se vive desde las claves de la preparación de las Estaciones de Penitencia que tanto nos acercan a Nuestro Señor Jesucristo, a la Santísima Virgen y también, a nuestros hermanos cofrades.

Esta Cuaresma, además, será distinta a las anteriores, en especial a las dos últimas, en las que, si bien pudimos vivir una honda experiencia espiritual, lo cierto es que a todos nos faltó el poder acompañar a nuestras imágenes en procesión por las calles, así como otros aspectos del culto público sobre el que se asienta la vida de las hermandades y cofradías. Esta Cuaresma, los cofrades esperamos volver a salir a la calle, y por ello nos preparamos con ensayos, con preparativos variados, con encuentros y con tantas otras cosas que nos recuerdan que poco a poco vamos saliendo de esta tempestad para la humanidad que es la pandemia.

Sin embargo, a la hora de preparar nuestra vuelta a las calles puede que nos encontremos con dificultades de muchos tipos. Por un lado, quizá nuestras fuerzas han mermado, y ya no somos capaces de realizar los esfuerzos físicos que, hace dos años, hacíamos con naturalidad. Por otro lado, quizá también algunos de nuestros enseres procesionales y de culto se hayan ensuciado o dañado, como consecuencia de la falta de uso y de haber estado guardados durante más tiempo del necesario. Creo que éstas y otras dificultades, pueden ayudarnos a vivir la Cuaresma desde su espíritu más genuino y así, acercarnos hasta la entraña del Evangelio. Puesto que, en muchas ocasiones, nuestra vida de seguidores de Jesús también experimenta el agotamiento y la falta de fuerzas para realizar aquello a lo que Jesucristo nos invita. Y, también nuestra vida cristiana se mancha y estropea cuando no se vive con intensidad, cuando se deja guiar más por intereses humanos que divinos, o cuando decide esconder su luz debajo del celemín. En esos momentos, uno experimenta la debilidad y las consecuencias del pecado y ve que le cuesta seguir al Señor, cuando Él avanza con zancada larga y ritmo seguro hacia el Calvario.

Por ello, la Cuaresma es un momento para hacer verdad en nuestra vida y no para esconder nuestros defectos y debilidades ante nosotros mismos y ante Dios. Las prácticas cuaresmales son una invitación a hacer silencio y darnos cuenta de que los afanes, las prisas, los logros y tantas cosas han debilitado en nosotros el vibrar del Evangelio y nos han encerrado en nosotros mismos, e incluso nos han hecho caer, mancharnos y en cierto modo, estropearnos. Por ello, la Iglesia nos propone mirar hacia adentro en este tiempo, no desde el deseo narcisista de perfeccionismo, sino más bien desde aquel que busca apoyarse confiado en su Señor. Así, nuestra oración busca no solo mirar lo que va mal en nuestra vida, sino también elevar nuestros ojos hacia Jesucristo, pidiéndole su ayuda, su fuerza, su espíritu, para que su imagen se imprima en nuestros corazones y así podamos parecernos más a Él.

La Cuaresma es en definitiva una invitación a mirar a Cristo, que por ello baja de los altares y se pone a nuestra altura, que por esta razón se prepara para recorrer nuestras calles, y que por ello nos pide nuestra ayuda para llevarlo ante todos, prometiéndonos la suya en los sacramentos. La Cuaresma es una llamada a mirar en nuestro interior y a limpiarnos, no desde un deseo de perfección que genera frustración y angustia, sino desde la confianza en que al abrirnos hacia el Señor, Él no solo limpia nuestro interior sino que, además, nos da la fuerza y la gracia para seguir adelante. Por ello la Cuaresma es un tiempo propicio para frecuentar los sacramentos, especialmente el de la reconciliación y el de la Eucaristía, para poder así llegar a la Semana Santa siendo más parecidos a Él, más gozosos, más libres de ataduras y más dispuestos a aliviar el sufrimiento de los demás.

Que el Señor, a comienzos de esta Cuaresma de 2022 nos conceda su ayuda para que la preparación de nuestra Semana Santa no solo sea exterior, sino que, cale en nuestro interior. Y la Santísima Virgen interceda ante su Hijo, para que nuestras vidas sean acordes a la solemnidad y belleza de nuestras procesiones.

¿Otro año sin Semana Santa?

Hace poco más o menos un año recibíamos la insólita noticia de que, para tratar de contener al coronavirus, debíamos permanecer en cuarentena durante algunas semanas. Estábamos en los inicios de la Cuaresma y, creo que todos pensábamos que se trataría de un confinamiento de unas pocas semanas que probablemente nos permitiría celebrar la Semana Santa con algunas restricciones. De hecho, recuerdo que, por aquel entonces, muchos hermanos mayores y miembros de juntas de gobierno de varias hermandades y cofradías manifestaban su preocupación por la incertidumbre que para ellos suponía el hecho de no saber si iban a poder contratar la cera, las flores y las bandas. Sin embargo, a las pocas semanas la pandemia mostró su cara más dura y, nos hizo ver la Semana Santa de 2020 no tendría procesiones, aunque un decreto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos dejaba la puerta abierta a que éstas pudieran celebrarse en el mes de septiembre, en torno a la Exaltación de la Santa Cruz y Nuestra Señora de los Dolores.

Estos hechos crearon bastante confusión entre los hermanos de las cofradías y también entre todos aquellos devotos y aficionados a las manifestaciones de la piedad popular. En primer lugar, porque empezó a decirse que con estas medidas se había suspendido la Semana Santa, y en segundo lugar, porque algunos entendieron que esta celebración se había pospuesto hasta septiembre. Lo cierto es que la primera de las confusiones, es desde un cierto punto de vista, bastante comprensible. Y es que, en España, hemos tendido a hacer que el concepto “Semana Santa” sea sinónimo de las manifestaciones de religiosidad popular y las paraliturgias que tienen lugar durante la Semana de Pasión, es decir, las procesiones y vía crucis. Así, se habla de la Semana Santa de Zaragoza, de la de Sevilla, de la de Valladolid etc. Por ello, se entiende que algunos asociaran la suspensión de los desfiles procesionales con la suspensión de la Semana Santa. Y esto, nos lleva de suyo a la segunda confusión, y es que, aplicando esta lógica, si en septiembre se realizaban procesiones, para muchos sería sinónimo de la celebración de la Semana Santa más tardía de la historia. Con todo, lo cierto es que finalmente las procesiones se suspendieron durante la Semana de Pasión, no se celebraron en septiembre y, la pandemia nos está haciendo asumir con crudeza que las tan ansiadas procesiones pasionales de 2021 tampoco podrán celebrarse.

Lo visto hacia el momento hace necesario clarificar qué es lo que entendemos los cristianos por Semana Santa, puesto que sólo así podremos entender por qué la Semana Santa no puede nunca suspenderse. Para los cristianos la Semana Santa son aquellos siete días que coinciden con la primera luna de primavera, aquella que los judíos llamaban la Luna de Parasceve. La Semana Santa comienza con la entrada de Jesús en Jerusalén el Domingo de Ramos y después tiene su punto álgido en el llamado Triduo Pascual, que son los días de Jueves, Viernes y Sábado Santos, que desembocan en el Domingo de Resurrección (puente entre la Semana Santa y la Semana u Octava de Pascua). Por ello, teniendo en cuenta que en estos días se celebran los acontecimientos principales para nuestra Redención como son la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, es lógico que la Iglesia haya llamado Santa o Mayor a esta Semana tan especial.

Para rememorar estos acontecimientos, la Iglesia lleva a cabo una bella liturgia que, no en vano se conoce como la “liturgia de la Semana Santa”. Ésta comienza con la bendición y procesión de los ramos y palmas, y la celebración de la Eucaristía el Domingo de Ramos, continúa con las liturgias propias de los días de Lunes, Martes y Miércoles Santo, y se vuelve solemne al llegar al Jueves Santo. Ese día se celebra la institución de la Eucaristía con la Misa de la Cena del Señor, el día siguiente, Viernes Santo, tiene lugar la acción u oficio litúrgico de la Pasión del Señor, y el Sábado Santo, por la noche, ya en la madrugada del Domingo de Resurrección, los cristianos de todo el mundo celebran la vigilia pascual comenzando así la alegría de la Pascua. Pero, como se sabe, lo cierto es que el pueblo cristiano no siempre ha entendido bien todos estos ritos y celebraciones litúrgicas, y por ello ha querido complementarlos con otros que no nacen propiamente de la tradición de Iglesia, sino que tienen su origen en las tradiciones locales o particulares. Este es el origen de las paraliturgias o actos de piedad popular que son los vía crucis y las procesiones que complementan (pero no suplen) la liturgia de la Iglesia y que, en el argot popular, son calificados como Semana Santa.

Visto esto, se entiende como, cristianamente hablando, la suspensión de la Semana Santa sería algo sumamente difícil, por no decir imposible. Puesto que, en primer lugar, esta fecha se repetirá anualmente en el calendario cada vez que en él asome la luna llena de la primavera. Y, en segundo lugar, esta efeméride será siempre celebrada en todos aquellos lugares en los que haya una comunidad de seguidores de Jesucristo. De hecho, el confinamiento nos ha mostrado la potencia de esta afirmación, puesto que, durante los días santos, los cristianos han podido celebrar desde sus casas, como Iglesia doméstica, uniéndose a una de las muchas celebraciones que las parroquias, iglesias y comunidades religiosas ofrecían utilizando para ello una impresionante creatividad en cuanto a los medios y a las formas. Por ello, creo que la mayoría de los cristianos pudieron no solo experimentar que, pese a todo, la Semana Santa no se había suspendido, sino también sentirse en comunión con sus hermanos en ese adentrarse en el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Esto no quita que no se extrañaran las celebraciones presenciales en las iglesias y, por supuesto, las procesiones en las calles, puesto que creo que todos notamos que nos faltaba algo.

Este año 2021 la cosa ha cambiado, pero no demasiado. La Semana Santa llegará y se celebrará, pero esta vez esperemos que las limitaciones sean más ligeras que las del año pasado y nos permitan acudir a las iglesias a celebrar la liturgia orando en comunidad. Esto es algo muy importante, puesto que, si algo hemos experimentado es que lo online no suple lo presencial. Pero, con todo, no podremos celebrar nuestras ansiadas procesiones. Por ello, creo que es momento de ser creativos y prudentes para encontrar soluciones que nos permitan también dar un paso más y salir de lo digital para tratar de vivir la Semana Santa de una manera que sea a la vez presencial y respetuosa con las normas y con el cuidado de la salud de los demás. Y esto, no pasa solo por ver qué es lo que la cofradía me ofrece, sino también por plantearse qué es lo que puedo ofrecer yo a la cofradía y qué puedo hacer para preparar mi corazón para unirse al Señor que es descendido de la Cruz y a su Madre de las Lágrimas, sea en solitario por las calles, sea en el interior de las iglesias, o en la intimidad de nuestros hogares.

La fiebre amarilla del año 1800 en Sevilla

Durante el verano del año 1800 llegó desde Cuba a España un buque llamado “Delfín”. En principio, se trataba de uno de los muchos navíos que alcanzaban el puerto de Cádiz. Así que, nada hacía sospechar que, entre sus tripulantes hubiera hecho estragos un mosquito portador de la fiebre amarilla. A principios del mes de agosto, esta enfermedad llegaba a Sevilla, entrando por el barrio de Triana y esparciéndose por todos los rincones de la ciudad. En cuestión de días el aspecto y la vida de la localidad cambiaron completamente al multiplicarse los contagios y aparecer en escena la muerte que, no en vano, terminaría segando la vida del veinte por ciento de la población hispalense.

Las crónicas de la época coinciden al afirmar que la epidemia sumió a la ciudad en el caos, el miedo y la incertidumbre. No se sabía bien cuál era la enfermedad a la que se enfrentaban, cuál era su origen, cuál era su patrón de contagio y cómo poner freno y remedio a tanto dolor provocado por sus síntomas y por sus muertes. Algunas voces apocalípticas, como la del padre franciscano Fray Ángel de León, no dudaron en ver en la epidemia un castigo de Dios por “la pérdida de la religión y la piedad” de una ciudad que “caminaba antes de la epidemia como un caballo desbocado a su precipicio”. Por ello, el Señor habría enviado esta enfermedad para “despertar al hombre sumergido en su pecado para que haga penitencia y se salve”[1].

Pero, fuera de origen natural o de origen divino, lo cierto es que la epidemia se encontraba ya en la ciudad y era necesario tomar medidas para frenarla. Para ello, en primer lugar, las autoridades decretaron el cierre de la ciudad y la prohibición de movimiento de sus habitantes a otros lugares bajo amenaza de penas severas. Por su parte, muchas de las localidades españolas prohibieron la entrada a los habitantes del sur de España, tratando así de contener el contagio. Después vendrían las medidas intramuros de la ciudad, consistentes en el aislamiento de los enfermos y contagiosos, y el cierre de los teatros y edificios que pudieran contener a un gran número de personas. La Parroquia trianera de Santa Ana tuvo que ser clausurada, dado que el barrio se encontraba colapsado por la enfermedad, y no fue el único templo que tuvo que hacerlo. Pero, pese a todo, la epidemia no remitía, sino que más bien aumentaba.

Ante esta realidad, los sevillanos hicieron aquello que habían aprendido desde niños: volverse a Dios, a la Virgen y a los santos para pedirles su protección ante el peligro y el final de la enfermedad. Para ello, siguieron aquel patrón que Carmen Gonzalo de Andrés codificó refiriéndose a las sequías, pero que es perfectamente aplicable a las enfermedades. Dicho esquema comienza con la constatación de un hecho peligroso o de malas consecuencias, sigue con la transmisión del problema a las autoridades por parte de la población, continúa con la evaluación que los gobernantes hacen de la situación y la petición de ayuda al clero y finaliza con las rogativas que suelen realizarse en forma de novenas, cultos y procesiones[2].

Como se puede imaginar, en cuestión de semanas Sevilla se había convertido en un hervidero de rogativas que tenían su punto culminante con la salida en procesión por las calles. En la Catedral se realizaban diariamente procesiones claustrales con el Santísimo Sacramento, y en muchas jornadas, los canónigos salían procesionalmente a las calles portando las principales reliquias e imágenes del Templo Mayor. A estas procesiones se unieron las de las parroquias, hermandades y cofradías que, o bien sacaron a sus imágenes por sus barrios, o bien las llevaron hasta la Catedral. Entre la larga lista de la multitud de imágenes que salieron a las calles estaban el Gran Poder, el Cachorro, el Cristo de San Agustín, el Cristo del Amor, el Nazareno del Silencio, el Lignum Crucis, San José, San Fernando, Santas Justa y Rufina, la Virgen del Valle la Virgen del Rosario de San Gil y por supuesto la Virgen de los Reyes. Todo ello conformó un ambiente de oración y penitencia en el que prácticamente a diario, una imagen recorría las calles de Sevilla[3].

Sin embargo, pese a que estas prácticas de piedad constituyeron sin duda un bálsamo y un consuelo para los cristianos de la época, lo cierto es que, a la vez, tuvieron unas consecuencias fatales para la extirpación de la enfermedad que solo algunos intelectuales como José Blanco White fueron capaces de atisbar[4]. Y es que, las rogativas y las procesiones, y, sobre todo, las aglomeraciones de personas que de ellas se derivaban, propiciaron el aumento de los contagios y el esparcimiento de la enfermedad, con las fatales consecuencias que de ello se puede imaginar.

Es impresionante constatar cómo, a pesar de que nos separan 221 años de estos hechos, las similitudes con la preocupante situación de pandemia que estamos viviendo son patentes. Todo ello nos muestra que, efectivamente “historia Magistra vitae est”. En primer lugar, porque hoy seguimos estando desconcertados y desorientados a la hora de saber cuál es el patrón de contagio de este virus. En segundo lugar, porque no han faltado voces apocalípticas que han visto en todas estas desgracias un castigo de Dios. Y, en tercer lugar, porque somos muchos los que hemos buscado el amparo y la protección del Señor, de la Virgen y de los santos a través de las imágenes de nuestra devoción. Sin embargo, creo que en este punto se ha dado un aprendizaje que, aunque sea doloroso, nos sitúa en una posición de ventaja frente a los habitantes de la Sevilla del siglo XIX. Y es que, en nuestro caso, tanto las autoridades civiles y religiosas, como el pueblo fiel han entendido que la realización de las procesiones (como la de cualquier acto multitudinario) pone en riesgo la salud pública, y por, ello, deben evitarse hasta que la situación haya mejorado.

Esto produce en nosotros un desgarro muy grande que algunos piensan que se debe solo a la nostalgia por no poder cumplir con nuestras tradiciones. Pero, a mi modo de ver, éste tiene que ver también con algo mucho más profundo, y es que, con la imposibilidad de realizar las procesiones y rogativas ordinarias y extraordinarias, se rompe el citado patrón de Carmen Gonzalo de Andrés a la hora de afrontar las fatalidades de carácter extraordinario. Por ello, nos sentimos desorientados, puesto que, pese a que podamos orar en la intimidad de nuestro hogar o en los templos, lo cierto es que todos sentimos que nos falta algo que solo las procesiones podrían suplir. Sin embargo, no nos queda otra opción que aceptar con resignación y paciencia estas medidas, puesto que son para el bien de todos. Y a la vez, buscar soluciones creativas que nos permitan expresar y vivir esa religiosidad con la que expresamos nuestra fe en Jesucristo y nuestra esperanza en que habrá un momento en el que él nos sacará de esta situación. Entonces, solo entonces, podremos volver a sacar a nuestras imágenes a la calle, como siempre y como nunca.

 

[1] A. Cabezas García, «Devoción, estética y remedio: rogativas en Sevilla por la epidemia de 1800», Arte y Patrimonio, 3 (2018), 29.

[2] C. Gonzalo de Andrés, «Las rogativas», Revista del aficionado a la meteorología, en línea, https://www.tiempo.com/ram/1121/meteorologa-popular/ (consulta el 10 de febrero de 2021).

[3] Vid. R. Plaza Orellana, (2018): Los orígenes modernos de la Semana Santa de Sevilla. I. El poder de las cofradías (1777-1808), Sevilla, El Paseo, 2018.

[4] Vid. https://sevilla.abc.es/pasionensevilla/actualidad/noticias/la-fiebre-amarilla-de-1800-y-las-cofradias-93908-1461626811.html, (consulta el 10 de febrero de 2021).

El acceso de las mujeres al acolitado

A las 12 del mediodía del día 11 de enero de 2021 se daba a conocer la noticia de que el Papa Francisco había modificado el canon 230 § 1 del Código de Derecho Canónico. Hasta la fecha, dicho canon reservaba la admisión al ministerio estable del lectorado y acolitado a los varones, pero tras esta reforma, se incluye también a las mujeres dentro de esta posibilidad, tal y como puede leerse en la actual redacción del canon:

Los laicos que tengan la edad y los dones determinados por decreto de la Conferencia Episcopal podrán ser asumidos establemente, mediante el rito litúrgico establecido, en los ministerios de lectores y acólitos.

Este hecho en si mismo no constituye demasiada novedad, al menos en nuestro ámbito español. Puesto que, más bien, viene a regular una práctica que ya se realizaba con el permiso de los obispos y las conferencias episcopales. En este sentido, creo que la mayoría de los cristianos, desde hace generaciones, hemos vivido con naturalidad el hecho de que sean las mujeres las que proclamen la Palabra de Dios desde el ambón. Y también, en muchos lugares se ha vivido con normalidad la situación de que existan no solamente monaguillos de ambos sexos, sino también acólitas que ayuden en las diferentes celebraciones litúrgicas, así como la figura de mujeres que ejercen el ministerio extraordinario de la distribución de la Sagrada Comunión, sea durante la celebración de la Eucaristía, o fuera de ella (en celebraciones de la Palabra o al llevarla a los enfermos).

En este sentido, la modificación del canon acaecida por medio de la Carta apostólica “Spiritus Domini” no supondrá una novedad en lo exterior en nuestros templos y celebraciones litúrgicas. Aunque, bien es cierto que puede ayudar a que la figura de acólitas adultas no sea puesta en duda ni mucho menos rechazada en el ámbito de las grandes solemnidades.

En realidad, lo que hace la modificación del canon es regular una situación ya existente desde dos perspectivas diversas. En primer lugar, en el hecho de lo que se ha visto anteriormente, es decir, la presencia de las mujeres en el ambón y junto al altar. Y, en segundo lugar, hacer que estos dos ministerios del acolitado y del lectorado correspondan realmente con el nombre que se les dio después de la reforma litúrgica, es decir, el de “ministerios laicales”. Y es que, antiguamente, los ministerios del acolitado, lectorado, exorcismo, ostiario, así como la primera tonsura, se englobaban bajo el título de “órdenes menores”, y se entendían como un paso previo antes de la ordenación diaconal y sacerdotal. Sin embargo, tras la reforma se decidió que estos ministerios fueran abiertos a todos los laicos (entonces solo varones), en virtud de su sacerdocio bautismal, y no en vistas a la ordenación. Sin embargo, en la práctica, éste estos ministerios eran un rito que se llevaba a cabo antes de la ordenación diaconal, como requisito previo para la misma. Así pues, la apertura de estos ministerios a aquellos laicos “que tengan la edad y los dones determinados”, hace que sean verdaderamente laicales.

Todo ello ha creado cierto revuelo en las hermandades y cofradías, puesto que algunos han imaginado que esto abre la puerta a que los laicos y en particular las mujeres, puedan tener acceso a ciertos ornamentos hasta entonces reservados a los hombres y a los ministros ordenados. Sin embargo, el espíritu de la reforma es más profundo, y creo que por ello conviene recordar las principales funciones de un acólito (dado que las del lector son bastante más fáciles de identificar). En primer lugar, el acólito debe cuidar del servicio del altar ayudando al diácono y al sacerdote en la liturgia. En segundo lugar, el acólito puede distribuir la comunión como ministro extraordinario, dentro y fuera de la Eucaristía, con los debidos permisos. Igualmente podría exponer el Santísimo Sacramento y reservarlo, pero sin dar la bendición.

Y por último, puede llevar la cruz, los ciriales, u otros enseres dentro y fuera de las celebraciones litúrgicas. En este sentido, las mujeres y los hombres instituidos podrán encabezar las procesiones, portar el incensario, la naveta, etc. tal y como venía ya sucediendo en tantas celebraciones de la religiosidad popular. Sobra decir que, las particularidades referidas a la aplicación de esta reforma a los diversos contextos y las tradiciones, quedan en manos de las disposiciones de los obispos del lugar.

¿También vosotros queréis marcharos?

Durante los últimos meses, los diversos medios se han publicado varios artículos alarmistas que afirmaban que el final de las hermandades y cofradías, al menos tal y como las conocemos hasta ahora, estaba cerca. Esto no deja de ser normal, en un tiempo de incertidumbre como el que nos encontramos, marcado por un espíritu apocalíptico provocado por el miedo de la gravedad de la situación de pandemia que todavía estamos viviendo. Sin embargo, creo que todo ello, pese a contener parte de verdad, es matizable.

Leyendo algunos de estos artículos me venía a la mente la escena que se narra en el capítulo sexto del Evangelio de San Juan. En ella, Jesús multiplica milagrosamente los panes, logrando así el entusiasmo de la multitud, hasta el punto de que quieran proclamarlo rey. Sin embargo, cuando Jesús explica el sentido de este signo y les hace ver que en realidad lo buscan porque ha saciado su hambre material y no la espiritual, las multitudes comienzan a abandonarlo, quedando en compañía de los Apóstoles. Entonces, volviéndose hacia ellos les pregunta “¿También vosotros queréis marcharos?”, respondiendo Pedro con la célebre frase de “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna?”.

Pues bien, creo que este tiempo de pandemia que estamos viviendo, tiene mucho que ver con este pasaje del Evangelio. Puesto que, ciertamente, (como afirman muchos de los artículos de los que hablaba al principio), las multitudes entusiastas, las administraciones públicas y tantos otros, se han marchado, al menos por el momento, aunque probablemente vuelvan a acercarse cuando la situación retome su curso de “vieja normalidad”.

Sin embargo, las hermandades y cofradías no se han quedado solas, ni van a desaparecer (han sufrido demasiados reveses a lo largo de la Historia de los que se han levantado). Y es que, en nuestras hermandades y cofradías, en estos momentos, se encuentra ese núcleo de los Apóstoles, esos discípulos más cercanos que han descubierto en ellas a un Dios que tiene palabras de vida eterna. Es cierto que no son tantos como nos gustaría, pero no es menos cierto que están allí y que su presencia se nota. Basta ver como durante estos últimos meses han derrochado creatividad e ingenio para poder celebrar sus cultos, o exponer a las imágenes a la pública veneración de los fieles, respetando las medidas sanitarias. O como han sabido encontrarse y apoyarse para seguir viviendo la fe en un Dios que es más fuerte que el desánimo, la enfermedad o la muerte. Y, por supuesto, como las hermandades han estado más atentas que nunca, o quizá, tan atentas como siempre, a aliviar por medio de la caridad el sufrimiento de los hermanos que sufren.

Por ello, creo que, pese a que echemos de menos a esas multitudes que volverán, debemos saber mirar en esta situación la entraña o la esencia de las hermandades que su marcha ha dejado al descubierto. Puesto que, esas pequeñas comunidades cristianas, esos núcleos apostólicos que durante estos meses están trabajando y viviendo la fraternidad cofrade, nos están mostrando que Dios sigue actuando en las hermandades y cofradías y que éstas son ciertamente un camino para llegar hasta él y para llevar esperanza a este mundo que sufre y desespera.