Me parece que ya ha llegado el momento de pronunciarse sobre la famosa Magna de 2024. No lo hice ayer porque creo que en Sevilla definitivamente pocas cosas se hacen bien, entre ellas la de anunciar un gran evento en la noche de una jornada que estaba metida en tristes grises y negros tras la aparición del cuerpo del joven cordobés Álvaro Prieto en la estación de Santa Justa. Que sí, que ya sé que la vida sigue y tal, pero algo de respeto al suceso no me parece mal, y si era la inauguración del curso cofrade vale…que el Arzobispo hubiera dado la conferencia y hubiera aplazado la noticia acerca de las imágenes que iban a participar en dicho evento, evitando así el mediatismo que causó en las redes sociales, rápidamente convertidas en foros de debates airosos y enzarzadas discusiones dialécticas. Perdónenme si creen que hago demagogia, pero simplemente quiero señalar que en esta ciudad entregada a los brazos del feroz turismo y del agresivo consumismo, la empatía por el dolor ajeno dura, literalmente además, un telediario.

Dicho todo esto, quiero señalar que por supuesto espero estar en algún momento del 8 de diciembre de 2024 por Sevilla, puesto que estará en la calle, entre varias importantes devociones, la que es mi principal de las que representa a la Madre de Dios, la Virgen de la Esperanza. No obstante, he de mostrar mi perplejidad porque en las últimas semanas hemos asistido a un bucle de noticias de coronaciones, salidas extraordinarias y magnas que prácticamente me han hecho perder la cuenta. Algunas justamente merecidas se confunden con otras que no lo son tanto. Lo siento por quien se pueda enfadar, pero no sé si somos conscientes de que se está perdiendo la esencia principal de la fiesta: la espera. En mi niñez, cuando llegaba la noche del Sábado Santo me invadía una sensación de melancolía que a lo largo del año intentaba reconfortar con aquellas fiestas que, sin ser lo mismo, eran también manifestaciones de la religiosidad popular: en mi pueblo Su Majestad, el Rocío, el Día del Señor, San Bartolomé y la Inmaculada. Nuestra Patrona en el Aljarafe, la Virgen de Loreto, coronada canónicamente en el año 1950. Y acaso lo que pudiera verse en pueblos del entorno, las Nieves y el Rosario de Benacazón, y la cita ineludible con la Virgen de los Reyes. No pude permitirme disfrutar del bálsamo de las Glorias hasta la Juventud, cuando conté con mi coche propio, así como asistir a las procesiones patronales o letíficas de otros pueblos. Pero la nostalgia, una vez cerrada la puerta de Santa Marina y hasta que se abrieran de nuevo las del Salvador, estaba ahí. Y se paliaba con la espera, dulcificada en la Cuaresma o en citas íntimas en las iglesias con la Amargura, la Esperanza, el Cautivo, el Silencio, el Señor…

Ahora ya no hay espera. Nuestra Semana Santa es el fiel reflejo del consumismo social. Coleccionamos procesiones como tebeos antaño. Lo hacemos además con un ansia desbordada, esperando en el calendario una fecha clave que nos diga cuándo puede llegar el momento de ver un palio en junio, en pleno otoño o hasta bajo las luces de Navidad. Pisoteamos el momento de las Glorias y a los pueblos que son también parte de la fiesta. Y si ya los dejamos descolocados con el Santo Entierro Grande allí donde se celebraba Sábado Santo, ahora lo hacemos un ocho de diciembre para torpedear las procesiones de las Inmaculadas que se celebran ese día, con la complicada logística de cuadrillas de costaleros, capataces y bandas de música que eso acarrea. Parece que eso también es una característica de Sevilla: ningunear a los pueblos que la nutren. Porque la Semana Santa de Sevilla la hacen también los habitantes de esos pueblos que peregrinan a la ciudad día tras día y que tienen que sufrir, por parte de algunos sectores urbanos, el calificativo de paletos o catetos.

Por otro lado, es sorprendente que la Iglesia, en otros tiempos tan reacia a tanto movimiento procesional se muestre partidaria ahora de una eclosión de la religiosidad popular. Mi pregunta es si se han dado cuenta de lo que suponen las hermandades como elemento imprescindible de cohesión entre el devoto y la Iglesia, o si más bien son conscientes de las consecuencias económicas que estos actos conllevan. Ya lo adelantó Quevedo, «poderoso caballero…»
Por lo demás, Esperanza para todos. Y Fe, que de eso es de lo que se trata. O debería.