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Veinte años macarenos

Puedo recordar el primer día en que te vi personalmente, lejos de la pantalla que hasta entonces formaba nuestra realidad, invisible cordón umbilical que nos unía. Era un día de Andalucía y aparecías dentro de tu camarín. Siempre fui de los pequeños de la clase, así que a mi escuálida altura, nos separaba una distancia kilométrica. Cuando años después leí aquello de Juan Sierra de allí en tu barrio guardada/solo tu barrio te guarde lo entendería todo. Aquel febrero de entre milenios no habría llegado aún la Cuaresma pues creo recordar que presidías vestida con tus atributos de soberana.

Poco después, en la primavera del año 2000 pudimos encontrarnos por la ciudad. La cansada mañana de la calle Feria nos sorprendió y las redes de tu manto, de las que ya he hablado pero a las que nunca me cansaré de escribir como nunca nos cansamos de hacerlo sobre los primeros amores, me atraparon definitivamente, me llevaron hasta ti por orden tuya. Ese día un nombre pronunciado en la floja voz de un niño que aún no ha despertado completamente del trance hacía despegar unos labios tímidos para repetir sin descanso: Macarena. Macarena. Macarena.

Una tarde de julio de 2002, en torno a los Sanfermines, fui a verte a casa en la que no era una visita más. Aquella tarde pude recorrer por primera vez las escaleras de tu casa hermandad, sus estrechos pasillos con las paredes rebosantes de cuadros donde podíamos encontrar tu rostro, el de tu Sentenciado hijo y el del Rosario que susurra sus cuentas al Salvador que duerme. Subimos mamá, la prima María Jesús, vecina tuya desde hace décadas y yo para inscribirme como hermano. Aún recuerdo cómo nos tomaban los datos, cómo entregaban en un sobre un ejemplar del último boletín enviado a los hermanos, las reglas de la obediencia y del privilegio, del deber y del derecho y la medalla con cordón verde y amarillo donde se alzaba tu rostro desde el anverso de la misma. La medalla que desde entonces compartió espacio con las de otras corporaciones en la cabecera de la cama donde soñé de niño con ser un hermano tuyo y donde soñé posteriormente con ser tu nazareno.

Recibí los boletines trimestralmente, hasta que en septiembre de 2004 llegó una carta: al cumplir la edad de catorce años se me requería asistir a la misa que me reconocería oficialmente como miembro de la corporación que rendía culto a un Cristo, la devoción hacia el Señor de la Sentencia fue creciendo de forma vertiginosa, y a una Virgen que se empezó a convertir en el epicentro de mis oraciones y también de mis diálogos, unas devociones por las que bebía los vientos con orgullo. En esa jura de hermanos la Coral cantó el Himno a la Esperanza Macarena justo en el momento de la imposición de la medalla. En aquel inefable instante, busqué la mirada cómplice de mis padres, que me ponían esta dulce melodía día sí y otro también con los acordes del Regimiento Inmemorial del Rey dirigido por Abel Moreno, el autor de aquella marcha de la infancia que, inevitablemente, también contribuyó a la forja de esta unión.

Pero yo ya te quería mucho antes de estas fechas. Te quise desde que era un niño que esperaba nervioso ese momento de la cinta de Lebrón y Gutiérrez Aragón en el que irrumpes triunfal con los sones de Esperanza Macarena y se te ve bajo ese Arco que es leyenda, que a mí se me antojaba una especie de Tierra Prometida que algún día alcanzaría. Te quise desde que hablaba con tito Chiqui de ti, que me insistía pertinazmente en que no dudara nunca de quien eras: la Virgen más guapa de Sevilla. Fueron tito Chiqui, en tu gloria Macarena lo tengas, y la prima María Jesús, que me traía siempre recuerdos tuyos en sus visitas, quienes me llevaron la devoción a mi infancia, en la que devoraba aquella cinta que editó el histórico El Correo de Andalucía con parte del pontifical y la procesión extraordinaria del 400 Aniversario.

Quizás te quise mucho antes, cuando me quedaba entretenido durante minutos transfigurados en horas ante la imagen del portallaves de casa, que aún sigue en pie a pesar del peso y del paso de los años. Con el tiempo descubriría que hay llaves que cuando abren la puerta de tu corazón ya no pueden volver atrás. Una es la de la Esperanza. Aunque por aquel entonces, yo solo te llamaba Macarena. Quizás te quise desde las grabaciones de la Madrugá que realizaba papá de tu paso por Carrera Oficial. Mientras yo dormía mi sueño infantil, él grababa esas imágenes para que nos uniéramos un poco más al día siguiente. Así estuvo algunos años hasta que me hice adolescente y empecé a conocer tus Madrugadas y así completar el sentido de la Semana Santa que conocí, rumbo encontrado cada amanecida del Viernes en las puertas de la Anunciación.

El otro día, cuando mi mirada volvió a repetir el ritual de temblar ante la tuya, tan cercana que casi se te podía escuchar abriéndote en mil latidos de amor para tus hijos y me acerqué a solicitar el Anuario, quise consultar la fecha de mi ingreso en la nómina de hermanos. Aunque no me aclararon el día concreto, me confirmaron que hacía veinte años de tan bendito momento. Parece que ha pasado una vida, pero si así es, lo ha sido en tu compañía. En lo bueno y en lo malo. En la alegría y en el llanto, tú siempre has presidido cada hecho de mi vida. Veníamos de verte cuando una cruz se presentó ante nosotros la mañana del Jueves Santo de 2009. Un regalo por una promesa cerró el círculo en 2010. La última vez que vi a tito Chiqui entre tubos y máquinas respiratorias fue para llevarle una estampa de, mi tío tenía razón, la Virgen más guapa de Sevilla.

Saliste del Rectorado de la Universidad una calurosa tarde de mayo, por la misma puerta que crucé durante cuatro estudiosos años desconociendo que a esa mi segunda casa vendría pronto mi Madre. Llevé tu medalla bajo la camisa durante todo el tiempo que ejercí de prácticas en un centro educativo cerca de ti. Durante los recreos, acudía a verte apretando esa medalla que ejercía de protectora. Provocaste las únicas lágrimas que derramaron mis sobrinos, tus cercanos monaguillos, el día de su Primera Comunión. Un azulejo tuyo me saludó al aparcar en el barrio de la Candelaria cuando me disponía a ponerme las dosis de la vacuna e iniciar el viaje para vencer la pandemia que retrasó dos años mi sueño de terciopelos. Ya lo dijo el poeta: ¿Quién da más aquí? 

En julio hice veinte años de hermano y ahora te estoy escribiendo, tarde porque en aquel entonces estaba dividido entre las tareas laborales del estío y la euforia que aún permanecía por haber cumplido otro sueño de aquellos que se fabricaron en la cama donde vigilaba tu medalla: salí de nazareno en tu cortejo, aunque esa historia la dejo para conversar sobre todo con tu hijo, partícipe y causante de ella. Veinte años se han cumplido desde uno de los momentos más felices de mi vida. Tiempo atrás, me hubiera fastidiado no haberte escrito en la fecha concreta, pero qué importa si cuando tú abres la puerta del corazón, el amor infinito está siempre llenando todo de Esperanza. Si contigo el tiempo no tiene final porque la pregonera lo atinó: eres el tiempo que nunca pasa. Con ese nombre que ahora se escapa con más fuerza de mis labios: Macarena, Macarena, Macarena, veinte años dan para mucho, pero no son nada con lo que me espera mientras haya tiempo para ponerme tu medalla. Como decimos los macarenos: !Y de aquí a la eternidad!.