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Ya no razono

Poseído por una especie de ludismo he hecho añicos la rueca. Se acabó la odisea, esta interminable y forzosa espera. Ahora, en estos días, como supo escribir Núñez de Herrera, no se razona. Mi cabeza bulle inconexa. No quepo en mí, le pregunto a mi espíritu qué tal, y me responde que exultante. Que vámonos. La Semana Santa íntima, la genuina y únicamente íntima, la de Romero Murube —la de cada cual—, ha vuelto. Ya se otea. Y no es que se perdiera esa inefable sensación, eso es imposible. Que los indefectibles, y benditos preludios, en ningún momento desaparecieron del todo, solo que faltaban, sobre todo, los tangibles. Y aquí están: los titulares en sus pasos, la túnica en la percha, la papeleta de sitio bajo el cristal de la mesa del salón. Los programas de mano. Lo que faltaba y había que recuperar.

Que de la teoría a la práctica hay distancia. Que el parecer y el ser son extremos de una recta prácticamente infinita. Pero es. Ahora sí es. Vuelve el ciclo de la vida, ¡que digo de la vida!, de la Semana Santa. Cínico de mí, como si no fueran la misma cosa. Regresan a la calle las cofradías, con el impedimento único de siempre para su salida: la insolente, impredecible e innombrable lluvia. Se retoma la inefable y exuberante exaltación popular. La plural y poliédrica manifestación cultural, parte vertebral de la idiosincrasia del andaluz. Porque se hace en la calle. Cristo sufre, muere y vuelve a la vida en la calle. Como nosotros, que regresamos a bebérnosla como un cáliz, pero esta vez dulce. Volver, que del latín viene y que podía pronunciarse como desenrollar — ahí queda la metáfora—. Incluso se da de nuevo una disyuntiva que un buen y lúcido amigo, Manuel Lamprea, me puso delante, la de acudir a los grandes días, o no estar, marchándose a otros destinos o sin salir de casa mientras estos duran. Entre los cofrades no se echaba de menos, pero por su condición de inmanente vuelve, asimismo.

Escribo porque no razono, y al menos así me desahogo. Tal es mi enajenación que, en la mañana, mientras por la acera me encontraba caminando, reproducía en mis casos inalámbricos una marcha. Una de palio. Y tras un señor, a una distancia aún prudente, se me ha revelado una aparente buena idea. Me he cogido su paso y he dejado que mi ensoñación se desatase. Él, delante, ajeno a mi entelequia, camino de dondequiera que fuese. Y yo detrás, fabricando en el pequeño recinto de las proyecciones una a mi medida. Una en la que compartíamos trabajaderas y devoción. Cómo se mecían los varales.

Menos mal que leyéndome me doy cuenta de mi matinal delirio, que a estas alturas comprendo, pero que no repetiría. O sí. Creo que sé en qué desembocará todo esto, y en medio de mi presente sinrazón, con el gobierno de lo visceral, espero. Pero no la cura, que si no sé si existe ni si la querría tomar. Espero la Semana Santa. Nuestra Semana Santa.