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Fue

Sanseacabó. Se ha marchado, y lo ha hecho como una ola retirándose del malecón, después de salpicar y dejando un sedimento de vivencias compartidas y nostalgias futuras. Aguardamos como nunca, y desde hoy lo hacemos de nuevo. En este momento me da igual la lluvia, los temas —muchos— que debatir, la estampa aquella o la otra. El lugar, la marcha o la mirada. Todo eso no tiene hueco en estas líneas.

Tengo el corazón henchido y el alma llena. Estoy completo. Cuando termina la Semana Santa, en mis mejillas no se contempla la amargura. Me encuentro agotado, como aquel viajero de pies encallados que ha llegado a su destino, y cuya mochila llena es su verdadera meta. La resurrección sea tal vez la culpable de esta revitalización del alma. Ya ha partido en busca de la cárcel del recuerdo  —la más especial de todas—, pero la hemos disfrutado. A nuestra forma, y con las condiciones —y los condicionantes— que nos impone ella y la circunstancia.

No sé si esta ausencia de ocre tristeza será común, o si la experimentaré yo solo, otra vez rara avis. Pero siempre he sentido lo mismo. Tras cada Semana Santa, mi sensación ha sido la misma: plenitud. Sin embargo, sí que hay algo distinto que he de exponer. La Semana Santa se nos ha escapado, echándose al aire como pétalos sumisos e inermes ante un suave soplido. Y se nos ha marchado, la Semana Santa ha llegado a su término porque ha sido. Porque ha sido, se ha acabado la Semana Santa. Mas no nos quedemos en los juegos de palabras.

Esta inexorable marcha es fruto de la posesión. Porque vi a la Macarena se me escapó entre doce varales y una mañana que despuntaba. Así tal vez se comprenda mejor. Creo que dije que del ser al parecer hay un abismo. De la teoría a la práctica. De la intimidad opaca al desnudo de las entretelas del sentido. En pocas palabras, de reencontrarnos, dos años más tarde, con lo que nos alimenta el sentido. Con los dedos que rozan cuando la gravedad nos empuja hacia abajo. El sueño que buscamos en las otras semanas. Los días de abstracción, recogimiento, júbilo y todo aquello que quepa en la retina de cada cual. Y todo ha vuelto entre nosotros. Cuánto ha costado regresar, y qué rápido se nos olvida. Se ha sufrido, y hemos dejado, como lo seguiremos haciendo, mucha gente. Pero la Semana Santa, ¿qué es acaso si no recuerdo? A esperar, a descontar, a recordar. El sol va calentando y la memoria pronto comenzará a arder. Así creo que diría un amigo.

La Semana Santa de dos mil veintidós ya no es. Pero fue. Y que la próxima lo sea.