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Mirad el árbol de la Cruz

El domingo pasado, en el marco de la celebración de la liturgia estacional de la Basílica de Santa Cruz en Jerusalén de Roma, en la que colaboro pastoralmente, tuve la oportunidad de bendecir al pueblo con la reliquia de la Santa Vera Cruz y de portarla después procesionalmente hasta la capilla en la que se venera habitualmente. Es difícil describir con palabras lo que sentí en mi interior al tener entre mis manos y mirar con mis ojos el relicario que contiene el leño seco que Santa Elena encontrara en el Calvario: el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la Salvación del mundo. Una emoción que, a su vez, era compartida por aquellos que presenciaban la procesión por las naves de la Basílica, santiguándose y haciendo reverencias y genuflexiones al paso del Santo Madero, así como de las otras dos reliquias que conformaban el cortejo: el Titulus Crucis y el Santo Clavo.

Bien decía Santa Teresa de Jesús que “en la Cruz está la vida y el consuelo, y ella sola es el camino para el Cielo”. Por ello los cristianos vemos en ella un signo de salvación y no un instrumento de tortura como expresa aquel conocido y bello canto: “Victoria tú reinarás, oh Cruz, tú nos salvarás; el Verbo en ti clavado, muriendo nos rescató, de ti, Madero Santo, nos viene la redención”. La Cruz es la más grande prueba del amor de un Dios que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó para que todo a aquel que crea en Él, tenga vida eterna. Así, creo que es importante recordar que la Cruz no es ni una exaltación del dolor por el dolor, ni tampoco un signo de honor y vanagloria.

Y es que, a veces tendemos a confundir la Cruz de Cristo con un signo de un dios sádico que para nada es el nuestro. La Cruz de los cristianos no es una búsqueda o una exaltación del dolor por el dolor, ni mucho menos un instrumento de negociación o trueque con la divinidad. No, nuestro Dios no quiere ver a sus hijos sufrir, ni tampoco es alguien que concede gracias a aquellos que se autoinfligen sufrimiento. La Cruz cristiana tiene un significado mucho más profundo y cotidiano, y es el de que el amor duele y, por tanto, quien elige amar, aunque no lo quiera, elige también sufrir. Esto es algo que saben bien los matrimonios, los padres de familia y, en el fondo, todo aquel que haya amado a alguna persona. Pero la prueba de que alguien nos ama se encuentra precisamente en que no nos abandona cuando sufrimos o cuando causamos sufrimiento. Y esto es precisamente lo que hace Dios en su Hijo clavado en una Cruz: salvarnos en el sufrimiento.

En otras ocasiones tenemos una visión demasiado humana de la Cruz, que hace que la imaginemos como un signo de honor y vanagloria. Así, queremos ser aquellos que la portan en las procesiones, o estar lo más cerca de ella posible. La exhibimos con orgullo de diversas maneras, a la vez que la veneramos con devoción. Sin embargo, cuando la Cruz llega de improviso a nuestras vidas, la huimos en lugar de abrazarla, la maldecimos en lugar de bendecirla y así, en vez de unirnos a Dios, nos aleja de Él. Por ello, creo que es importante que los cristianos en general y los cofrades en particular nos hagamos cada día más conscientes de que quien desea acercarse a la Cruz, portarla, besarla, venerarla o exhibirla, debe hacerlo desde el deseo de estar cerca de la Cruz de Cristo y no de otra hecha a la medida humana. Solo entonces nuestra devoción a la Cruz será sincera y coherente con el sacrificio que la convierte en el trono desde el que Jesucristo reina.

Así quien se acerca a la Cruz desde estas claves tiembla y siente miedo, baja la cabeza humildemente, y la venera con amor y agradecimiento porque ha experimentado que en ella se condensa el amor de un Dios que acepta voluntariamente su pasión por amor. Quien así lo haga, se estará abrazando verdaderamente a la Cruz de Cristo y, desde ella podrá, con la ayuda de Dios y de los hermanos, abrazar y portar la propia.