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Con una certeza incierta

Tenía una certeza, y la perdí. La realidad, alejada del deseo que daba vida a esa certeza, me la quitó. Y lo hizo como se hacen estas cosas: sin reparo ni clemencia, arrancándome el escudo que protegía el temor de errar, dejándolo inerme. En evidencia. Mi certeza se quedó desnuda, en los huesos. Y ahora, en la distancia del tiempo, la miro con compasión, no con la lástima que pueda sentirse por un despojo, sino con la candidez previa a la madurez.

Aquella certidumbre era que tras un Domingo de Resurrección vendría un Domingo de Ramos al año próximo. Que solo la lluvia, y si acaso, me privaría de tal nuevo comienzo. Qué inocencia la mía, me faltaban algunas muescas que ahora sí tengo, aunque sean menos que las que tendré más adelante. Llegó lo que todos sabemos y pum, como unas manos que avientan un mantel aún caliente, vino eso que hizo saltar por los aires la dichosa certeza. Como una granada esparciendo metralla; esa metralla era mi certeza hecha pedazos.

Al principio lo niegas, quieres no creerlo, tu respuesta es así de pueril. Pero solo es cuando lo tienes encima, con la nube sobre tu frágil conciencia, cuando entra en tu razón la necesidad de desalojar a la inquilina. Es irremediable, la orden de embargo es inapelable. No hay Semana Santa, ni existe ya —nunca la hubo— la seguridad de la fecha en que volverá. Un día en el calendario, que es indeleble, es lo único que tenemos. Todos creemos que este lo será, que volveremos. Pero solo es una hipótesis, y aunque tenga un nivel alto de confianza, nadie le puede quitar la incertidumbre. La que vino a sustituir a la certeza. La lluvia nunca nos importó demasiado, era un pequeño hándicap que nos imponíamos para que no fuese tan certera nuestra Semana Santa. Para que hubiese sol casi siempre, y el Viernes Santo anduviese con la nube detrás de la oreja, o lo que es lo mismo, con un Cachorro dubitativo.

Este año apunta a que sí, a que volveremos, y qué cosa más grande. Pero sin la serenidad que da la matemática, que se limita a contar hacia atrás. Volveremos cuando llegue el domingo y se haga la igualá del palio. Y cuando el martes a las nueve quedemos en la Casa Hermandad para limpiar plata. Y cuando, como efluvios líricos, se expelan las palabras de un pregonero desde el atril. La vuelta se irá consumando, para mí, con cada paso, con cada llaga que pueda ir palpando.

Perdí la certeza, pero como Tomás, he ganado una fe inquebrantable en lo que veo, en aquello en que me siento viviendo por una sola vez. Las huellas por donde la certeza ha hollado dejan un rastro de eternidad, de apreciar lo fugaz de lo presente. Ya sé que he de hacer cuando vea a Pino Montano por Los Mares, a San José Obrero por Jabugo; a la Amargura por Francos; a Santa Marta por el Salvador, al Cerro en su salida… Y, en fin, en todas aquellas fracciones de mi vida en que tenga una cofradía delante.

Siempre lo supe, pero ahora tengo la certeza.