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Tercera Misión

Sobre este pedestal tan familiar y honrado, como la mano obrera que levanta, encallecida y afanosa, un hogar y una techumbre, he contemplado de nuevo a esa ciudad que en su tiempo conocí. En comparación al resto de mi vida (de la que apenas recuerdo ya una lejana infancia y mi difusa adolescencia), sesenta años no son nada, un solo grano de café en las inmensidades andinas, una gota en el aire muerto de la catarata, una uva diminuta que acaricia de púrpuras la tierra… Permanecen invariables los pespuntes llagados de las fachadas, firmes como soldados que abrigan balas en sus pechos; el asfaltado joven peina grietas en sus negras cabelleras y amarillean los rojizos de los tejados. Aquellas mismas golondrinas anidan en los aleros contrahechos, y la misma mujer pide (a mí y a todos vosotros) el calor de una familia que nunca les ha existido, una conversación amiga para los presos en la cárcel donde trabaja.

Sin embargo, tras cada cicatriz en el rostro y en cada gesto torcido y débil, se adivinan márgenes para la certeza y la mano tendida. En la profundidad incolora de este bosque incierto, denso de incertidumbres, de bloques y de cuentas que no salen, los claros se abrirán a base de machetazos de recuerdos, con visitas que no encuentren motivos solamente por la mía. La mía pasará. Para ellos, para estos vecinos, cualquier acto que les demostréis convalida felicidad y agradecimiento. Mi visita, esta visita que solo volverán a conocer generaciones futuras, forma parte intrínseca de mi deber, es cada una de las letras de la Palabra que pretendo sembrar desde hace dos mil años. Este mensaje, en cambio, traspasa los casquillos de esta cruz hermana, esta cruz que nació conmigo y que es la cruz tronchada de estos barrios. Este papel en blanco se firmará con vuestras resoluciones desinteresadas y sinceras en su propósito; se rubricará con esa conciencia intranquila e incómoda que (necesaria herramienta que nos diferencia) nos levanta y nos echa a andar.

El cielo ha demudado su ancha frente de azules marítimos y se ha convertido en una buhardilla polvorienta y gris en las alturas de mi casa. Conozco este cielo, estas nubes que tachan, sin piedad, de amenazantes y son también propias, soñadas y deseadas. Claro que llovía en Galilea, y tuve que caminar entre el lodo húmedo y salteado de ramajes, piedras y astillas, como vosotros hacéis ahora. Bajo las capas de barro subyace la tierra hoy ahogada, mañana fértil; bajo la cúpula del silencio del gobernante y la desidia de administraciones intangibles están vuestros hermanos, gritando sorda y quedamente. Habéis venido a escucharles, no solo a acompañarme. Aliviad la cruz de aquel que la porta en el pecho: con la mía yo me basto.

Adiós, calles ardientes en nombres y en causas. Porque de la candela al volcán no se encuentran diferencias: regreso ardido, sobre una alfombra de brasas que no puedo ignorar. Además, no existe otro sendero. Mi misión en estas plazuelas era establecer epicentros de futuros, terremotos de esperanzas y avalanchas de panes.

-“¡Qué pena que ya no vuelvas a pasar por aquí otra vez, miarma!”

¡Una voz! ¡Oigo la voz de quien me exige, me replica y me ama! ¡Oigo las gargantas entre los árboles, tapiadas tras los portales y destrozando la baja frontera de los tejados! ¡Escucho, al fin, a la ciudad en la ciudad! ¡Hablad, habladme! ¡Luchad por un siempre distinto! ¡Que siempre haya oportunidad para alcanzar horizontes que os pertenecen!

Dejad que ahora me detenga en vuestros ojos fieles e inflexibles, que os apriete el corazón con mis manos desvencijadas y quebradas: compartid conmigo este nombre prodigado por la Tierra, que bordea los confines naturales y celestiales. Escuchad lo que yo escucho, dirigíos hacia donde camino.

Hoy, yo solo, no Puedo.

 

En los Tres Barrios, a treinta de octubre de 2021.