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Segunda Misión

Quién sabe cómo, cuándo y por qué alcanzaron estos barrios, estas calles destartaladas y entrañables en su amigable sencillez; qué fuerza abominable e incomprensible para este ala del mundo les impulsó a olvidar la patria que les circula por la sangre. Se desconoce (es el pasado cierto y disoluble, el que no importa) qué destino infeliz arrojó sus vidas a otros horizontes, a otros colores sordos y palabras indescifrables, como también se ignora el mecanismo que se activó en sus pensamientos y les condujo al asentimiento interior, a la valentía incorruptible.

La cuestión es que Amara y su hijo adolescente se citaron esta mañana muy temprano en la Parroquia de la Blanca Paloma para engrosar una comitiva a la usanza local, impermeable al comentario ajeno e impoluta en la vestimenta, poco usual en el contexto y tremendamente aceptada del vientre de la muralla hacia dentro. Sin embargo, portadas, tintas virtuales y cámaras fugitivas consideraron noticioso que dos personas, dos seres humanos del color de los trajes tan pulcros, tan elegantes e incuestionables, sostuvieran reciamente con sus manos el cirio que abría paso al Gran Poder. Como dos lágrimas de arena que contribuyen a la infinitud de un desierto; como una sabana comprimida de atardeceres menudos y diminutos; como un universo cercano y caliente, las gotas de cera que, con languidez pesada, salpicaban los dedos y los asfaltos, dibujaban el único camino que, quizás, conduzca a Amara y a su hijo a algún destino.

No, no le siguen. A machetazos naranjas van abriendo la maleza que nos torpedea los ojos, la hojarasca densa que nos impide conocer la planicie rocosa que es la vida. Caminan por el barrio para alcanzar una razón de ser, para encontrar un lugar en el planeta. Como el Señor del Gran Poder hace más de dos mil años.

Enturbiando y contaminando el aire de la habitación, una densa nube de humo grisáceo busca pesadamente una salida oxigenada a través de un tragaluz o una puerta. En cuanto el sol comienza a dorar el alféizar de mármol del quinto piso, Javier decide descorrer el cristal de su única ventana, desde donde se divisa una extensión verde y generosa, que sirve a los vecinos como punto de esparcimiento puntual o de explanada deportiva. Al fin, una bocanada de aire fresco sofoca la densidad que nace del cenicero y es por fin la mañana. Con la predisposición de exprimir el día, este profesor de mediana edad, alto y de ojos críticos, prepara la clase que habrá de exponer a sus revoltosos alumnos el próximo lunes: nada más y nada menos que la Revolución de 1917 y sus consecuencias en el desarrollo político y social de la vieja Europa.

De las estanterías que bordean el ventanuco, Javier extrae varios manuales, enciclopedias y tratados de una época que le apasiona, y es esa fascinación la que pretende transmitir a unos jóvenes de dudosos referentes y, en su opinión, carentes de la virtud de la reflexión. Justo cuando sostiene en sus manos ¿Qué hacer?, de Lenin, observa por la ventana que una multitud se agolpa en torno a su edificio; una multitud inquieta, dispersa y heterogénea; una multitud que avanza al unísono de manera desigual y deforme alrededor de un mismo punto. Reconoció no recordar que esta mañana pasaba el Gran Poder por su casa: nada más lejos de su condición de ateo inconmovible. Pero, instantáneamente, frunciendo el ceño y fijando sus ojos en aquella figura nervuda y recia, se olvidó de toda la sabiduría concentrada en aquellas cuatro paredes e, inconscientemente, se persignó, como aquellos viernes en que iba camino de San Lorenzo con su madre.

De la ventana de Javier cuelga una ventana tricolor, por la que se deslizan fugazmente algunas lágrimas. Nadie repara, nadie atiende. Javier, sin percatarse, ha dejado abierto en algún momento la página de un libro donde se lee: “Es preciso soñar, pero con la condición de creer en nuestros sueños. De examinar con atención la vida real, de confrontar nuestra observación con nuestros sueños, y de realizar escrupulosamente nuestra fantasía”.

Y a los pies del Gran Poder, alguien predica a través de un megáfono: “Así que yo les digo: Pidan, y se les dará; busquen, y encontrarán; llamen, y se les abrirá la puerta. Porque todo el que pide recibe; el que busca encuentra; y al que llama, se le abre”

Y Javier pidió y soñó un mundo más justo. Y se acordó de su madre; y lloró.

Arropados por las blancas angosturas de las paredes, y apaciguadas ya las templadas aguas de las fuentes, los hermanos saludan al día rezando el Fajr, la oración que precede al amanecer, la primera del día. Apenas se deslizan rayos de sol por entre la geométrica y celosía del minbar, pulido meticulosamente, que aún no ha perdido el ocre sencillo de la madera virgen. En el exterior, el imán saluda a Josefa, la dueña de la frutería contigua, que hoy no interrumpirá el rezo de los musulmanes con el levantamiento de la estruendosa y metálica cortina de su comercio. Hoy el silencio es más cálido, es el amigo interior que eres tú mismo, que responde más que pregunta. Los musulmanes, en su ritual milenario, abrazan los rojizos tapices con sus manos, suaves y ligeras como un deseo; pero en el pensamiento las imaginan ásperas sobre los vastos terrenos de Arabia.

Hoy no será el colorido mostrador de Josefa y sus infatigables saludos a las vecinas, que calculan el precio del kilo de calabacín y sospechan del color verdoso del tomate; hoy será tan solo un Hombre quien les sacuda el tronco y la nuca, un Hombre que predica por el universo el amor, la paz, la justicia y el bien. Pues, ¿no desean lo mismo? ¿Cómo puede negarse la equiparación espiritual, los mismos valores promulgados y pretendidos? ¿Cómo en los libros y en los tiempos la indiferencia y el odio han sepultado la sabiduría humana, el desvelo por el arte y el bienestar colectivo?

Se ha diluido por el barrio la alargada y quejumbrosa oración de los musulmanes, que hoy añadirán una nueva experiencia a sus inquebrantables dogmas religiosos. Son conscientes, sin embargo, que en esta ciudad la convivencia entre culturas es casi un rasgo distintivo de la genética: basta con levantar los ojos y contemplar la multitud de variantes arquitectónicas y estéticas que dan sombra a calles y empedrados.

Y, precisamente, sobre la palidez del asfalto enfermo que espera urgentemente una cirugía sin fecha, viene caminando Jesús del Gran Poder. Los musulmanes, perfectos sabedores de este género de representaciones, de todo modo inexistentes en su credo, fijan invariablemente la mirada en el Señor y acuerdan en silencio que comparten con Él más de lo esperado: la piel cobriza y dura, los ojos olivareros sin tornasoles ni matice;  las manos desgastadas y paternales, el mentón poblado y los pies descalzos. Se acercan con el corazón, con la identidad universal que proporciona este Hombre que somos todos nosotros. Ni un gesto de aprobación o rechazo se les dibuja en el rostro, ni una palabra se les articula en el pensamiento ni mucho menos en los labios. Sencillamente guardan respeto, el respeto común que se nos presupone como hermanos que anhelan una humanidad feliz.

Al mismo tiempo, un enjambre de niñas curtidas al sol y morenas como almendras, como jugando a comprobar quién esconde la voz más inocente, como quien ofrece un corazón desarmado y libre, cantan al paso del Gran Poder: “¡Adiós, guapo!”,

Desde una ventana de un edificio incoloro y monótono de la calle Carlos Marx, un hombre enjuga las lágrimas en la palma de sus manos académicas. Las niñas abandonan la atalaya tapicera del vehículo desde donde han pregonado su cariño, y vuelven a sus juegos, a su vida. Por último, los musulmanes, reflexivos y espiritualmente desbordados, se retiran a sus casas, con la zancada abierta en dirección contraria hacia donde camina Jesús del Gran Poder.

 

En Sevilla, a veintitrés de octubre de 2021.