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Primera Misión

Como tantas otras mañanas de sábado, José saluda con el educado automatismo que otorga la costumbre a los empleados del bar, quienes le sirven, educadamente, el primer café cortado del día. Sobrevuela un ánimo agitador en la atmósfera, y los hermanos trajeados desfilan por la barra con relativa urgencia, con sosegada inquietud, disciplinados, como un reguero de hormigas somnolientas y dispares. Entran, vuelven, pagan, sonríen. José ojea el periódico cuya tinta y cuya inclinación ideológica lo llevan acompañando y agradando toda la vida. Las primeras páginas le ayudan a recobrar el conocimiento de la cuestión. Imperceptiblemente, la ciudad se abandona a sí misma, en un ingenuo acto de reencuentro con el condimento de la incredulidad y la ilusión. Todos los caminos y autobuses parecen querer conducir, sistemáticamente, al mismo punto. Al mediodía, quizás nadie recuerde aquella tibieza horneada de la luz, resoplando sobre los rescoldos de la aurora y levantando caricias de frágiles claridades. Al mediodía, San Lorenzo será como un cielo sin infinitud, un mar sin inmensidad y sin temporales, parecido a un lienzo que no comprende  los tormentos del artista. Una nada, excepto para José, que rehúye las multitudes y su día a día ya no le permite mayor profundidad en el pensamiento y el ejercicio. Abona su cuenta, envuelve con descuido el periódico bajo el brazo y, camino a ninguna parte, echa a andar, sin apenas levantar la mirada cuando Jesús del Gran Poder, casi sin querer, le atraviesa con su cruz el sol, el aire y la vida.

Distantes pero cercanas, palomas blancas a ras de la muchedumbre, varias hermanas se apiñan como un enjambre de estrellas sobre las aceras. Resaltadas solamente por el marrón de la toca, inclinan la cabeza y, de soslayo y casi con ruborizada vergüenza, ven pasar al Gran Poder. Las cristaleras de los comercios, tensando sus prietas e impolutas espaldas, no impiden a las monjas de Sor Ángela diferenciar dimensiones y realidades; en cualquier mundo, su labor se nutre de ayuda, se basa en la humildad y se traduce en esperanza. A la sombra de este ramillete de almendros, varias niñas señalan y ríen ante el Señor de Sevilla, que se detiene en la efigie nevada de la Santa. ¡Flores, silencio, tímida mañana! No se le conoce a estas niñas mayor figura familiar, otro núcleo doméstico que estos ángeles con una mirada tanto más sincera como dolorosa. Antes de que se disuelva el gentío, las monjas y las niñas regresan por la estrechez de la calle, desconchada y vieja. Una de ellas (¿diez, once años?), se vuelve por última vez y lanza una única oración articulada, lo único que sabe y se atreve a pedir:

-Señor, salud para mi hermana, esté donde esté…

Ana, a base de reprimendas y de los razonables desvelos de su madre, deja su cama hecha y su habitación del todo recogida y ordenada. Es sábado, tiene tiempo y hoy no hay que acudir a la escuela (aún no ha descubierto que debe sentirse afortunada). En el salón, sus dos hermanos apuran un desayuno generoso e inusual: dos rebanadas tostadas acompañadas de aceite y un tazón de cerámica blanca cargado de leche fría. Su padre salió de casa temprano para conseguir una bombilla nueva: anoche se fundió el foco de la campana de la cocina mientras hervían los huevos y el puchero.

-¡Ni aún hoy, que viene el Señor, se nos da un día tranquilo!- peroraba su madre.

Ana ayuda a recoger y limpiar los platos, dobla un hule ajado por las esquinas y salpicado de migas de pan y recoloca sobre el cristal un adusto centro de flores, que acompaña a la sazón una serie de fotografías de la familia: unas en sepia, otras en blanco y negro. Trajes de boda, vestimentas militares, en el campo con un azadón sobre los hombros y una ancha camisa vaquera… Regresa a su cuarto y se le van los minutos combinando prendas y trenzando cabellos. Ana, a pesar de sus diez años, ha desarrollado (con la ayuda de la vida y de la calle) una incontestable personalidad independiente. Frente por frente a su estrecho e incoloro bloque de pisos, en la plaza del barrio, ya sus amigas se reúnen para delimitar, con suma delicadeza, los ligeros cuadriláteros de la rayuela.

-¡Ana! ¡Ayúdame, trae un par de pinzas y los lazos que compramos ayer tarde en la mercería! –insiste-. ¡Mira, que nos va a quedar precioso!

Obedientemente, esta niña del barrio de Los Pajaritos desliza los ribetes morados por el alféizar de la ventana, desde la que pende una colgadura blanca y perfectamente planchada. En ella se lee: “Gran Poder. Santa Misión 2021”. La madre de Ana ha debido ingeniárselas, como con todo cada día, para que el rostro imaginado del Señor decore el minúsculo tragaluz del salón, anudando pacientemente las cintas moradas al extremo redondo del respaldo de unas sillas, con el asiento tapizado en verde, que se ocultan tras los muros del bloque.

La colgadura no hay quien la mueva. Firme, precisa y breve, le proporciona a la madre de Ana un aire de regocijo irreprimible, desenmascarado; un gesto inmutable en el rostro donde se adivina siempre una felicidad con suspicacias. Ana comparte, pero no comprende, la felicidad de su madre. Ella solo quiere unirse a sus amigas, saludar con sus juegos al tiempo y mantener el equilibrio de su vida sobre los asfaltos de su barrio, destrozados desde hace décadas, a merced de una esperanza que se agota.

-¡Anita, a las seis aquí, en la puerta! ¡Que viene el Señor!

Pero Ana ya es una más en la marejada de niños de la calle Galaxia. A su paso ladra algún perro que apunta al sol con su hocico apretado y, desde el bar de la esquina, algunos jugadores, seres solitarios y hombres desesperados desvían su inquietud y su abismo hacia la insolente indiferencia infantil.

-¡Ay, Ana, nos ha quedado precioso!

Desde la ventana del salón de la casa de Ana no se ve la calle. No se ve nada. Más pisos olvidados, más persianas cerradas, más silencio.

Vestido de blanco y adoptando, prudentemente, todas las garantías sanitarias posibles, Julián aparece por la sala central de su lugar de trabajo, un trabajo donde jamás se descansa porque la vida, en su tramo final, requiere de paciencia, comprensión y humanidad. En estos centros, el cristal del reloj de arena se ahoga más, y más y más, hasta rozarse imperceptiblemente sus cinturas diminutas y tersas. De todos modos, durante estos últimos tiempos no ha habido cristales, ni manecillas ni lentitudes. Detrás de los nombres que a Julián le asaltan cada noche desde marzo de 2020, se revela una sequedad terca en los ojos, una cama en soledad, una mano que se aferra al vigor del pensamiento como único salvavidas posible. Personas que murieron en sus brazos, en las más completas soledades, sin ser veladas por el inaudible y lejano llanto de sus familiares.

Pero hoy ha salido el sol, un sol de justicia, vibrante y poderoso, alto y querido, y los ancianos de Luis Montoto interrumpen cualquier actividad programada para recibir al Gran Poder. Paseando por el jardín exterior, donde los residentes contemplan el bálsamo de las flores y miden su calendario en estaciones, Julián charla de cualquier cosa con Doña Luisa, que padece un avanzado estado de Alzheimer y son sus ojos un espejo opaco, pálido y hondo.

-¡Doña Luisa, esto no se ve todos los días! –le zarandea tiernamente los brazos e, inclinando ligeramente la cabeza, se asoma desde la izquierda de la silla de ruedas.

-Sí –parece decir.

-¿Está usted nerviosa?

-Bueno.

En los alrededores de la inmensa residencia, los fieles se aprietan aún en las anchas venas de la avenida, sombreada asimétricamente por los altos edificios henchidos de empresas e inasequibles viviendas. Los responsables del centro coordinan junto a la policía el método más seguro y eficaz para evitar, en la medida de las posibilidades, la concentración de personas en el entorno de los ancianos, aunque muchos de ellos se reservan en sus habitaciones y esperarán al Señor desde la distancia, su inevitable compañía.

En la sombra del techado, rayando el interior del recibidor, Julián y Doña Luisa se difuminan entre cámaras, cortejo e incienso, pero el Gran Poder avanza sin solución y penetra en lo más hondo de las conciencias adormecidas, se sitúa en las celdas oxidadas de los corazones cansados y se clava, como una saeta disparada para siempre, más en las ausencias que en las presencias. Julián, dudoso en sus creencias pero firmemente convencido de sí mismo, se siente desestabilizado, mundano y frágil y, en la agónica búsqueda de una respuesta que nadie puede ofrecerle, susurra cuando la imponente imagen cruza sus ojos almendrados con los suyos: “¿Por qué?”

Lo repite muchas veces, como queriéndose explicar el todo de la vida, intentando allanar la comprensión al sufrimiento del planeta, prometiendo solventar la desdicha de las personas, resolviendo el significado de la muerte. Pero el Gran Poder ya se ha ido, a cualquier otra parte, sin responder. Repuesto de unas lágrimas que en sus labios le saben a miel amarga, a azúcar pastoso y duro, le pregunta a Doña Luisa:

-¿Le ha gustado? ¡Qué cerca nos lo han traído! ¿Verdad, Doña Luisa?

Doña Luisa, esta vez, no responde. Se limita a sonreír. Se limita a vivir.

 

-Señor, me has mirado a los ojos… Sonriendo, has dicho mi nombre…

Se canta en la calle Alondra. La tarde, parduzca y retraída, abre sus costados dispuesta a desangrarse y replegarse por los arbolados, las tiendas y los portales. Estos ojos pobres e ignorantes no están habituados a unos atardeceres así, con este paisaje y esta atmósfera -como si no atardeciera más allá del Tamarguillo-. Entre cántico y silencio hemos topado, invisiblemente, con una muralla alejada de la catalogación artística, del estudio académico y el volumen arquitectónico. No es almohade ni romana, pero es alta y gruesa, como un castillo del Este, como una cordillera de varios picos armónicamente exactos nacidos del olvido y el rechazo. Es una muralla, además, sin puertas ni postigos: tan solo se cruza con la voluntad y la verdad, con las manos abiertas, compasivas, y desposeídos de vanidades.

El Gran Poder, como Verdad primera, no es que haya cruzado la muralla, sino que la ha quebrado sin siquiera un ademán de manos y por sus grietas está buscando una salida ese mar que buscamos junto a Él. Le ha bastado una zancada, le ha servido su condición humana que, como en el libro de Malraux, nos compromete a luchar por una idea, y este Buen Hombre ha querido luchar por la idea de igualdad, de futuro, de agitación vital, asumiendo una responsabilidad que, quizás, no le correspondía. A sus espaldas, las personas que viven detrás de la muralla (cuya anchura política, mediática y social impide que las escuchemos) han recibido al Señor como lo hacemos todos nosotros: rezando, agradeciendo, incluso ignorando. Todos participan, y todos hemos participado en el levantamiento de esa muralla que estamos obligados a destruir, con el objetivo de no volver a armarla al cabo de tres semanas.

En la Parroquia de la Blanca Paloma ya descansa sus pies descalzos el Señor de la ciudad. La ciudad, no el término Sevilla, porque creemos injustamente que ese nombre se limita a los hermosos infinitos de una Madrugá. Pero todo lo interior, por infinito y alto que se rebele, tiene su delimitación, sus contornos y aristas. El Señor ha superado dos murallas: la suya propia y la de los demás; hasta aquí ha tenido que navegar el Gran Poder para sentar las bases de un nuevo concepto de fraternidad y comunión entre los pueblos; nunca Tres Barrios se habían multiplicado por millares.

Ana, después de besar con cierto desaire y tímida cercanía a su madre, desbordada de ilusión, regresa con sus amigas: aún puede exprimirse más el jugo del día, aunque se reserve la baza nostálgica del domingo. Su padre ya ha arreglado el foco, y un haz de luz artificial y tenue ilumina la colgadura de la Santa Misión. Se reza el Padrenuestro en el interior de la parroquia y aquellas hormigas somnolientas de la mañana emprenden, con el corazón alimentado de fe y ebrios de provecho, el camino a sus hogares, hoy no tan cerca del Señor como cuando está en San Lorenzo. En la calle Candelón, los hermanos de Ana se reúnen en torno a un automóvil en cuanto todo se difumina y la calma extiende su ley volátil. El volumen de los altavoces hoy se modera con recelo; es su concepto de muestra de respeto, de sinceridad y de entrega. Quizás mañana vayan a visitar a ese nuevo Vecino que tanta milagrería promete; las noches son largas, difíciles, pero tanto peor es la oscuridad del día, la que no se percibe con los sentidos: es la que despelleja la carne y agudiza la necesidad.

-En la arena, he dejado mi barca… Junto a ti, buscaré otro mar…

Se canta en la calle Sor Ángela de la Cruz, y las niñas huérfanas duermen, abrazando en sueños un calor que no conocen, acariciando en desvelos un rostro que se parece al de Jesús del Gran Poder.

* * *

En otro punto de la ciudad, José descuelga el teléfono y marca.

-Buenas noches, mamá. ¿Qué tal estás hoy?

-…

-¿Te han atendiendo bien?

-…

-Imagino que estarás cansada, ha sido un día de muchas emociones, ¿no es cierto? Por otra parte, posiblemente mañana iré a visitarte, a eso del mediodía, antes del almuerzo, que nos reuniremos unos amigos en la Gavidia. Vaya, con Ramón y Antonio. ¿Te acuerdas de ellos, cuando les servías sendas tazas de café caliente y unas onzas de chocolate en las tardes de noviembre, en la casa de Cardenal Spínola?

-…

-Bueno. ¡Oye! ¡Lo olvidaba! ¿Saliste a ver al Gran Poder?

Doña Luisa, al otro lado de un teléfono inalámbrico que sostiene Julián, responde:

-Sí.

 

En Sevilla, a dieciséis de octubre de 2021.