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Fe a tientas

El Señor del Gran Poder me produce una impotencia expresiva irreversible. Sé, por experiencias pretéritas, que nada tiene que ver que el otro día no me cruzara con él en su camino. Que ocupáramos distintos puntos del espacio tiempo, que estuviéramos lejos si tomamos como referencia la geografía andaluza, o cerca si tenemos en cuenta su universal devoción, no influye en absoluto en esta dificultad.

Destellos súbitos y rutilantes pueden brotar en mi sesera, pero son incapaces de construir una prosa coherente, no ya que loe con bellos epítetos al Señor, sino que al menos ponga en pie las efusiones íntimas de mi espíritu, las más irracionales, mi vitalidad más desnuda. Una prosa que me muestre como lo que soy: un hombre. La divinidad del Señor, portada en las andas de sus hijos que funden lo que los separan, lo convierte todo en una expresión inefable. En una imagen, precisamente en una imagen, que es quien dice, que nos muestra una mirada, una lágrima, una plegaria, una persignación, o ese elocuente abandono de la actividad presente para verlo a él. Trato, y como mantra lo uso, de hacer que mil palabras valgan más que una imagen, pero con el Gran Poder es imposible. Sin verlo, y tanto como sentí, y que tan imposible me resulta expresarlo. ¿Será un castigo? No, más bien creo que es una compensación. El Señor me ofrece un asidero con una adherencia infinita, y a cambio solo me priva de las palabras justas para abrirme y compartir lo que su imagen me provoca y conmueve.

Seguro que por eso sale a la calle, que por eso fue trasladado, para constatar que no hace falta ni verlo para experimentar la dicha de ser acompañado en la vida terrenal por él. Cruzó la ciudad para dar un mensaje: que la fe es ciega, tiene una venda en los ojos, y es transparente.