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La Esperanza es para los rebeldes

Apenas veinte años de diferencia distan de la publicación de dos libros que, a su manera, se definieron posteriormente como hitos literarios del pasado siglo XX. Sus dos autores, europeos, comprometidos con su tiempo, intelectuales admirables, críticos y consternados por la presencia de los totalitarismos y la guerra, recogieron en sus manuscritos una realidad social y política que defendieron hasta sus últimos días.

En 1927 ve la luz Momentos estelares de la humanidad, una serie de miniaturas históricas noveladas que Stefan Zweig consideró definitivas conforme al porvenir de la existencia humana sobre la Tierra. En cada uno de los capítulos, que obedecen a un rigurosísimo orden cronológico, el vienés no solo se detiene en el acontecimiento como tal, sino que estudia y examina (apoyado en la imaginación) los pensamientos y las decisiones que los personajes protagonizaron, con feliz resultado en algunas ocasiones, o funesto y trágico en otras, en un instante exacto e irrecuperable de nuestra historia. También se detiene, con su académica elegancia narrativa, en describir paisajes y enclaves emblemáticos de nuestro mundo que hoy día nos resultan insultantemente familiares y cercanos pero que, en aquellos tiempos, la humanidad ignoraba su existencia.

Dos años después de la finalización de la II Guerra Mundial, la editorial Gallimard publica en Francia la novela La peste. Ambientada en Orán, el narrador se presenta como cronista/testigo de lo sucedido durante un año en la ciudad mediterránea: ni más ni menos que una epidemia de peste bubónica. Valiéndose de los actos y disposiciones de los personajes que están involucrados en la trama, Albert Camus (su autor) reflexiona sobre varias cuestiones filosóficas: el sentido de la existencia cuando Dios desaparece, la moral universal que quiebra y se diluye, el descubrimiento de la solidaridad humana y el control imposible sobre las fuerzas naturales.

Sin ánimo de dilatar estas digresiones, en ambos textos se reconocen con claridad ciertas semejanzas con la situación que, por desgracia, hemos y estamos padeciendo.  Desde marzo de 2020, el dichoso virus paralizó nuestras vidas, y sesgó para siempre miles de ellas. Nada ha vuelto a ser igual en nuestras conciencias y nuestra condición de animales sociales. Como aquella puerta de Bizancio que un soldado dejó entreabierta en el libro de Zweig y supuso el final del Imperio romano de oriente, o cómo Grouchy, oficial francés incapaz de obedecer la voz de su destino, se sometió a las órdenes que dictaba Napoleón en la batalla de Waterloo, que conllevó el fatal desenlace de la derrota ante los ingleses, se adoptaron decisiones (no exentas de controversia y polémica) que han marcado nuestro porvenir, y el futuro, inteligente examinador, se ocupará de recriminarlas o aprobarlas, pero es indudable que nos han afectado en nuestros métodos y costumbres.

Como en La peste, ciudades al completo se vieron abonadas a un exilio permanente en que todos fuimos prisioneros del pasado y solo nos atendió la herida de recuerdos estériles. Nosotros, como los habitantes oraneses, nos hallamos en la dificultad de recordar gestos y rasgos de los ausentes (amantes, familias), sin más cercanía que una pantalla iluminada, y lamentábamos constantemente el modo en que se empleaba nuestro tiempo en el pasado. Tuvimos que acostumbrarnos a una monotonía impuesta y discorde, a una estimulación ficticia de nuestras funciones humanas y a una segregación en cuanto al modo de amoldarnos al avance imparable de la pandemia.

Sin embargo, no hay mal que cien años dure, y la esperanza (ese motor camusiano que solo es apto para rebeldes) extendió su manto de calidez y presencia cuando más agotadas estaban las almas. El pasado sábado, en la aérea y suspendida Arcos de la Frontera, nuestra humanidad acaparó otro momento estelar que permanecerá invariable en nuestra conciencia atrofiada y deforme. Claro que no; la decisión de la Hermandad de la Soledad no incide, de ningún modo, directa y decisivamente en el devenir de la Humanidad toda, pero sí en la humanidad nuestra, la más cercana, la de seres humanos que rayan la felicidad en la belleza, estética y atmósfera de una procesión. Es cuestión de evasión dichosa, de reencuentros celebrados con los ojos, de expresión natural sin aditivos impostados. ¿Quién asume la autoridad para indicarnos con qué ser feliz, o por qué manifestarnos, o dónde descubrir la emoción y el sentimiento? El compromiso con la sociedad es perfectamente compatible con la búsqueda de una felicidad pasajera, balsámica y revitalizante.

Los anticipos valientes de Jerez y alrededores eclosionaron en una procesión que, alejada de toda duda, no encuentra comparación: más que por la forma, por el fondo y el contexto. “Si un hombre es capaz de grandes acciones, pero es incapaz de grandes sentimientos, no me interesa”, reflexiona el periodista Rambert en La peste. No hay gran acción que no monitorice un gran sentimiento. Y todo en aquella procesión tomó el carácter de un estelar sentimiento de compromiso con sus deberes.

Apareció el paso de palio, compacto de piedra y tiempo, y todos nos creímos Núñez de Balboa divisando por primera vez el Pacífico sobre las lomas de Centroamérica tras días y días de muerte y soledad; sonó la música como sonó el “Hallelujah” de Händel en la Catedral de Dublín, y los periódicos afirmaban que “ha superado con creces cualquier cosa de esa naturaleza que se haya representado en este o en cualquier otro reino”; así con “Coronación de la Macarena”, con “Campanilleros”, con “La Madrugá”: nada en nuestra humanidad, en nuestra música, nos pareció tan inmenso, vivificador y gozoso como la música procesional en escalada melodiosa sobre la peña de Arcos. La voz del capataz a través de los respiraderos emuló a aquella primera vez en que el Cyrus W. Field transmitió la primera palabra entre continentes gracias al cable telegráfico, venciendo el muro inabarcable del océano; recordamos las almas que abandonaron este mundo y no conocieron la gloria de sonreír el final del camino recogida ya la cofradía, como la tropa del capitán Scott pereció en su afán por alcanzar los 90º grados de latitud, el punto más al sur de nuestro planeta…

¿Quién sabe si, en aquella procesión, se estaba gestando un momento estelar que servirá de base y espejo para el devenir de nuestra humanidad y nuestra felicidad? ¿Quién escribirá sobre el efecto que desmoronó unas puertas cerradas, y que ahora desengrasan sus goznes? “El gran deseo de un corazón inquieto es el de poseer interminablemente al ser que ama o hundir a este ser, cuando llega el momento de la ausencia, en un sueño sin orillas a que solo pueda terminar el día del encuentro”, cierra Rieux, el médico narrador de La peste, En Orán la enfermedad remitió, como remite poco a poco esta pesadilla que le da paso a la luz de un despertar que jamás conocíamos. Aquella tarde de septiembre el sueño encontró la orilla, interpretamos coralmente una felicidad infantil, luminosa, abrasadora, y hubo en nuestro corazón un desbordamiento de alegría que casó, obligadamente, con la prudencia y la responsabilidad.

Precisamente, dice Camus que “la alegría es una quemadura que no se saborea”. Y acordamos todos en no saborearla, en extraer tan solo una milésima parte de sus jugos y sus placeres. Pero nos quemó. Nos quemaron esos ojos enrojecidos de soles propios, nos quemaron las nubes colgadas de no sé qué cielo dibujado diariamente, nos quemaron esos labios salpicados de blanquísimas fachadas y durísimas paredes ajardinadas, como si Dios mismo dispusiera, a su gusto, las flores y las macetas. Nos quemó la alegría de la Soledad. Y nos quemó para siempre.