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¡Vaya papeleta!

Está a mi lado mientras escribo estas palabras. La miro con el rabillo del ojo, temeroso de que ese rostro grabado en ella pueda hablarme, de que lo haga y yo no pueda entenderle. O simplemente no la miro por temor a no contener un llanto que duerme en el sueño engañoso de una caverna platónica.

Escribo sobre ella porque la tengo a mi lado, como la deseé durante años y ¡ay, mi desdicha! no es como yo la había esperado. No tendría que haber sido quizás tan bella y, en cambio, sí mucho más práctica, con un tamaño más pequeño, para ser doblada en el bolsillo, algo arrugada en la espera de unas colas de acceso al templo que hasta el momento solo puedo imaginar porque han sido vetadas a la realidad de mis ojos.

Escribo sobre ella en esta hora en la que todo empieza a vencerse, en la que no estoy cerrando la crónica del Miércoles Santo, como hice dos años atrás, en la que los días centrales de la Fiesta parecen diseñar otra Semana Santa, que pasará en un suspiro, que es lo que va desde la tarde del Jueves a la mañana de Resurrección. A esta hora en la que empezamos a recordar a Montesinos, Turina o Gómez Zarzuela yo escribo sobre mi papeleta de sitio.

Es un ritual precioso en nuestra Cuaresma el momento en que obtenemos nuestra papeleta. Una firma y un sello avalan nuestra condición de hermano penitente en el cortejo de la cofradía portando un cirio, una cruz o una insignia. Hace años que esperaba vivir ese ritual con mi hermandad de la Macarena, los mismos que llevaba deseando ponerme el antifaz morado bajo la mirada vigilante del Señor de la Sentencia.

Otros compromisos, otras devociones tan fuertes, tan arraigadas en mí como ellos “retrasaron” el momento. Luego vinieron aquellos años de promesa autoimpuesta, cuando me retiré temporalmente de la fiesta para volver a quererla con más ímpetu. Al fin, el 6 de enero de 2020, Melchor depositaba en mi hogar el regalo más deseado por mi corazón macareno: la túnica y capa blanca, el antifaz morado, los escudos, el cíngulo y hasta la botonadura de terciopelo aguardaban en el salón intercambiando entre ellos sueños de Madrugá.

Pero esos sueños se desvanecieron. Aquel año no hubo papeleta de sitio que obtener. Y la de este año, ¡ay! Me la trajo mi hermana como un presente. La papeleta de sitio simbólica con el rostro del Señor al que en unas horas debería estar acompañando por las calles de una ciudad que se resiste a conocer a un nazareno venido de pueblo que la quiere y la ama y se desvive por ella. Un nazareno que sólo puede imaginar qué se siente caminar bajo el anonimato del antifaz, contemplando las caras de expectación de quienes acumulan hasta horas para verlo a Él y, cómo no, a Ella, a la bendita Madre de la Esperanza.

Por eso, esta papeleta, un buen regalo del que estaré agradecido a mi hermana, madre de macarenos, es otro clavo de mi cruz de esta Semana Santa de vacíos y ausencias. Porque es una papeleta que me reconoce como hermano y nazareno del Señor, pero es un símbolo que me hace anhelar, desear con más fuerzas algo que se nos escapa en el tiempo y en el entendimiento. La túnica aún está por estrenar. Pero este año al menos tengo ya una papeleta de sitio, aunque ¡vaya papeleta!