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Regreso a la Primavera

Cuando tus pies pisaron el suelo del atrio, a la acostumbrada emoción que cruza fugaz por tu interior, se unió otra desconocida que impregnó tu aliento del recuerdo melancólico, como aquel que sientes cuando regresas de viaje, feliz y cansado, y contemplas las estampas de los paisajes bucólicos con una añoranza que ya no podrá retornar jamás a su punto de partida. Escenas que parecen escapadas de una película. En parte lo son porque hay lugares y hay momentos, y a veces ambos, donde se puede proyectar en un instante la película de tu vida.

Los demás no la ven, pero tú sí. Cuando llegaste al atrio, retrocediste a aquella tarde del 6 de marzo. El sol del primer viernes del mes, el segundo de la Cuaresma, bañaba la ciudad con un rosario de luz que invitaba a rezar sus cuentas por San Ildefonso o San Lorenzo. Esperabas sentado en uno de los fríos poyetes de la entrada para que abrieran las puertas de la Basílica. Y conversabas sobre ese extraño pero cada vez más potente runrún del bichito. Por instantes te desangelabas, pensando en las consecuencias que su llegada podría acarrear, por instantes pensabas iluso aquello de “aún falta mucho y con el calor se va”.

Él no se ha ido aún, por mucho que lo pretendamos olvidar en los gestos imprudentes de la calle. Pero tú, aunque no lo supieras entonces, sí tuviste que irte. Por tres meses. Quien lo hubiera dicho aquella soleada tarde, cuando las colas se amontonaban para sacar la Papeleta de Sitio y recordabas que una túnica de antifaz morado, enviada por Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente, esperaba el estreno de la Gloria en la noche del Jueves Santo. Quien hubiera dicho que aquellas pilas vacías de agua bendita y los besos no dados sobre los  pies del Señor de la Sentencia solo serían las primeras de muchas medidas drásticas que encadenarían un Vía Crucis de perplejidades y asombros durante los días posteriores hasta encontrar el Calvario en la ya entonces esperada, pero no por ello menos dolorosa, decisión: “se suspende”.

Fue como si te arrebataran la primavera anunciada en aquella engañosa tarde. Tu interior se derrumbó. Aquello que este año aspiraba a convertirse en un todo, se disfrazaba de una nada envolvente por la que tuviste que aprender a andar, como el refrán, a base de palos. El internet te llevó el rostro de la Esperanza en los días de su Septenario, en los de Semana Santa y hasta en los de Pascua. Y aun así era inevitable pensar que parte de tu corazón había quedado atrapado en aquel atrio donde todavía se pueden escuchar los sueños derrumbados de convertirte en un nazareno de Sevilla.

Pero llevas en tu DNI cofrade la condición de ser Hijo de la Esperanza, como Aquel a quien pretendías acompañar en la Madrugá. Por eso, aunque no sepas qué es colocarte el antifaz ante ellos, sí conoces cómo se llora ante la Madre de Dios. Lo demostrabas al tenerla frente a ti en los besamanos, al verle su cara cansada en las amanecidas del Viernes Santo. Hoy lo has vuelto a recordar. Has recuperado la dicha que supone derramar lágrimas ante Ella mientras se cerraba aquella larga película de hace tres meses, la última vez que visitaste a la Esperanza. Una película lejana, como parece el inicio de un viaje cuando regresas. Una película larga, que terminó con tu retorno a la casa de la Esperanza. Allí desde el atrio se respira la Primavera mayúscula. Aquella que nunca marchita en San Gil y que guarda los sueños de sus hijos nazarenos y los de aquellos que aspiran a convertirse en uno de ellos.