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El nacimiento de un macareno

Hoy hace veinte años de la primera vez que contemplé a la Esperanza Macarena en la calle. En el hecho de que recuerde este detalle no tiene nada que ver mi vocación historiadora que pueda facilitarme el recuerdo de las fechas que otros olvidarían. Lo cierto es que aunque quisiera no podría olvidarla por cumplirse también dos décadas de aquella espeluznante Madrugá que estaría destinada a marcar un antes y un después en la Fiesta Mayor.

En las primeras horas de esta mañana se han cumplido veinte años desde que aquel niño inquieto cumpliera al fin un sueño postergado durante varias primaveras. Ya he manifestado en estas páginas la compleja situación de una familia del Aljarafe que, sin vehículo propio, se veía obligada a depender de los horarios y la calidad del transporte público para ir a ver cofradías. El trabajo de mis padres y mi propio cansancio de una noche de Jueves Santo repartiendo caramelos de ilusión bajo la sombra protectora de la Vera+Cruz completaban el cúmulo de circunstancias que me impedían ir a la Madrugá.

Pero aquel año 2000, mi padre no tenía que trabajar y yo, queriéndome hacer más fuerte de lo que realmente era, le di una Cuaresma que puso a prueba su paciencia. Le decía: Igual que me llevas el Domingo, el Lunes, el Martes…este año me vas a llevar hasta ver al Carmen….igual que eso puedes llevarme a ver la Macarena, por favor…que este año hago la Comunión.

Y me llevó. El sueño se cumplió y yo no cabía en mí de gozo. Creo que es la única vez que he sentido prisa porque pasara la mayor parte de la Semana Santa, alentado además por aquel Pregón que vi en la tele, en el que el macareno poeta dijo aquello de ¡No sé cómo está más guapa/ la Esperanza Macarena!. Qué prisas tenía yo por comprobarlo…

Recuerdo que, al despertar temprano aquella mañana, la ilusión sobrepasó al cansancio Venga, ¡vámonos papá, que perdemos el autobús! ¿En cuántas ocasiones repetiría esa insoportable frase? ¿Dónde la vamos a ver papá?!Pues iremos a buscarla por la calle Feria! Y allí que iba mi paciente padre agarrándome de la mano callejeando por el centro que horas antes había sido caos. Caminábamos con fuerza los tres, mi padre, mi ilusión y yo.

Papá mira ¡armaos! Recuerdo que exclamé cuando vi las primeras plumas blancas en el horizonte. No había mucho público aquella mañana en el entorno de la calle Feria y eso nos permitió encontrar una primerísima fila en la esquina de la Correduría pocos instantes antes de que apareciera sobre nosotros la majestad soberana del Señor de la Sentencia. Los sentidos empezaron a saborear el triunfo de un sueño persistido en la espera y la Fe. Todo era nuevo para mí: el andar del paso, la ronca voz de Miguel Loreto, los armaos y los nazarenos que me llenaron las manos de caramelos y estampitas.

Y después llegó Ella. No puedo recordar las marchas que sonaron, ni los aplausos que seguramente retumbaron, pues la Señora se acercaba a su barrio. Solo recuerdo la cera gastada haciendo mella en su rostro cansado. Pero, a pesar de ello, sonreía. Como la había visto sonreír en esas estampas en las que depositaba mis rezos infantiles. Una sonrisa que me llamaba poderosamente la atención porque parecía querer decirme algo. El gesto de la Macarena era el de una Madre que me invitaba a hacer algo que yo no pude desentrañar en las contadas ocasiones que estuve en su Basílica, cuando mi pequeña estatura no facilitaba el acercamiento.

Pero aquella mañana de sueños cumplidos, que sufría la resaca de una noche de temblores emocionales, la Virgen se detuvo justo delante mía. ¡Mira, papá, lleva el manto de las redes, el que vimos en la exposición del Ayuntamiento, el camaronero! Mira papá, la Virgen sonríe, como en las estampas, como en las láminas del Correo, como en el viejo perchero de llaves que tenemos en casa. Todo eso pensaba mientras un costalero se asomaba bajo el faldón y me daba otra estampa. Yo sin embargo intentaba buscar respuestas en aquella sonrisa protagonista de mis oraciones.

Aquella mañana de hace hoy veinte años la Macarena me habló reflejando su sonrisa en la mía propia. Como se dice en la jerga actual, no tengo pruebas, pero tampoco dudas de que fui el niño más feliz de aquella mañana en Sevilla. Sueño cumplido hasta que la voz de Luis León puso firme a la gente de abajo y la Virgen a la que llevaba años rezando por las estampas siguió su camino, y mi mirada embobada reptaba por esas redes donde me hubiera gustado agarrarme para seguir un ratito más con Ella. Sentí entonces que, en vísperas de mi Primera Comunión, Dios me había ofrecido el regalo de contemplar a la Madre de la Luz que emana de todos los Sagrarios, al primer templo donde habitó la Verdad. Obviamente en aquel momento no lo pensé con estas palabras, y aquello que pensé lo materialicé con otras distintas: Papá, quiero hacerme hermano de la Macarena.

Esa fue la interpretación de aquella enigmática conversación con la dulce sonrisa de la Madre de Dios. Aquella mañana de hace veinte años, un niño fue a Sevilla buscando la Esperanza y regresó a su pueblo un macareno, un macareno que sintió la sacudida de la Vida mientras veía alejarse las redes de aquel verde manto donde iba una parte de su alma, la que se alegraba de un sueño cumplido escrito con el nombre que los poetas han glosado y el pueblo ha buscado siempre en sus oraciones. El pregonero de ese año también dijo aquello de La vida es una semana. Ese niño que hoy se acerca al vértigo de los treinta sintió una nueva Vida aquella mañana. La Vida de un Hijo de la Esperanza que depositó su sueño más querido en las redes del manto de la Macarena.