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Bajo la Luz de tu Estrella

Domingo de Ramos de 1990. Las cofradías sevillanas se echan a la calle a pesar de que el tiempo inestable había generado una alta incertidumbre. Entre esas cofradías se encontraban, cómo no, la de La Valiente, una de las indispensables de la jornada para las numerosas familias que esa tarde se desplazan desde los pueblos del Aljarafe y que sienten especial simpatía por las cofradías de Triana.

Entre esa multitud que siempre acompaña al primer cortejo procedente de la otra orilla del río, un joven matrimonio con su hija de seis años y la mujer embarazada del segundo, apuraba el día esperando a la Estrella en el entorno de la Parroquia de la Magdalena. Poco después de pasar el Señor de las Penas con su singular andar, la lluvia arrecia y la hermandad tiene que buscar cobijo en el interior del templo. Desde allí, horas más tarde, regresara a su barrio como otras tantas cofradías de aquel atípico Domingo de Ramos…

Mamá, ¡cuéntame otra vez cómo fue la primera vez que vi a la Estrella! ¿Otra vez, hijo? Ya te lo he contado muchas veces. Fui con tu padre y tu hermana, estaba embarazada de unos cuatro meses y nos cayó la mundial viendo la Estrella en la Magdalena. La gente se arremolinó en la puerta y aquello resultó muy agobiante. Me estrujaban y temí por ti…

De aquel mi primer encuentro con la Estrella se cumplen treinta años. Yo no nací hasta agosto, pero mis ojos ya vieron la Luz de la Vida en el rostro de la Dolorosa de Triana aquel Domingo de Ramos. Cada vez que mi madre rememora la anécdota, pienso en lo dichoso que fui de poder contemplar desde su vientre mi primera Semana Santa. Y que no pudo ser casualidad que fuera en una jornada tan señalada como el Domingo de Ramos, donde las ilusiones de un niño florecen siempre en el interior aunque el caparazón sea cada año más robusto por el peso de las primaveras.

Y no pudo ser casualidad porque hoy en día, la Estrella es esa Luz que me guía en el inicio de este trayecto de siete caminos. Motivos laborales impidieron que mis padres no regresaran conmigo al Domingo de Ramos hasta 1999. Enumerar las emociones de ese día resultaría inabarcable, pero describir el pinchazo de alegría al ver a la Virgen bajando desde el Puente de Triana es un reto que se acoge a lo inefable. Y eso que por aquel entonces ya era un ferviente macareno, pero nunca podré resolver aquella deuda con Triana por el regalo de la Luz de mi niñez.

Hoy, treinta años después de mi primer encuentro con la Dolorosa de San Jacinto, alabastro de Gracia reluciente en palabras de Juan Sierra, cierro mis ojos y busco esa Luz que encontré el pasado año saliendo del Postigo bajo un aluvión de pétalos arremolinados en torno a esta Flor desgarrada por el llanto. Recuerdo los vivas y aplausos en Arfe y los costaleros esperando el relevo. Recuerdo cómo la primera herida de la nostalgia se fue tras su manto dirección el Baratillo.

Y mis recuerdos remontan el vuelo y van a parar a aquel 2013 en que fue la única que completó la Estación de Penitencia, devolviendo la alegría a un aciago estreno. O a la apoteósica salida extraordinaria de 2010, a los traslados de regreso a su Capilla el segundo domingo de Cuaresma, a aquellos primeros años en que no podía verlas todas por causas de transporte pero La Estrella hay que verla, sí o sí. Y a aquellas horas de espera en la Avenida para verla salir de la Catedral coronada canónicamente por la Fe y la Historia de una Ciudad que siempre la ha querido.

Todos los momentos vividos, todos los momentos sentidos, como aquel primer Domingo en el vientre de mamá, entre multitudes ávidas de encontrar su expresiva mirada, ese llanto que, algún año, temo escuchar de verdad. Porque en la Semana Santa hay Vírgenes que parece que ríen, que hablan, y que lloran. Pero la Estrella además se desgarra como lo hace mi corazón cuando recuerda que hoy tendría que ir a buscarla a la ida por la Magdalena o Rioja, o en el regreso por el Arenal.

Hoy, cuando solo desde casa puedo darle el mejor de los agradecimientos a la Virgen que entró en mi vida para quedarse, para ser Luz de la infancia que me llevaría de la mano a aquel adolescente que se puso en el pecho la medalla de la Esperanza, sueño con vivir de nuevo sus apretujones. Como los viví en el vientre de mi madre. Apretujones que nunca fueron malos, mamá. Tú lo sabes, una madre nunca desea nada malo para sus hijos. Y por eso, la Madre de mi Domingo de Ramos siempre me ha estrujado con su Luz. La de esa Bendita Estrella que hace treinta años ya me buscó meses antes de que mis primeros llantos retumbaran en el aire. Hoy solo me puedo servir de estas líneas para agradecer a María que lleve treinta años recogiéndome con su mirada, bajo la Luz de su Estrella. Dios bendiga a todas las Madres de los cofrades de Sevilla.