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Una Semana Santa triste y diferente

Entramos de lleno en la V Semana de Cuaresma, la llamada tradicionalmente Semana de Pasión, pero lo hacemos de una manera triste y diferente a la de otros años. Normalmente éste era un tiempo de estar en la calle, de visitar a las imágenes en sus iglesias, de participar en cultos, de asistir a mudás y traslados, de reencontrarse con los amigos, de tomar algo con los hermanos cofrades en las terrazas de los bares, etc. Pero este año todo es diferente. Estamos sufriendo la cuarentena en lugar de gozar la Cuaresma. Estamos solos en casa, o como mucho, en compañía de la familia más íntima. Las túnicas se encuentran guardadas en el armario, en lugar de colgadas y planchadas a la espera de la salida procesional. Y, sobre todo, no podemos visitar a nuestros titulares, ni acudir a celebrar la Eucaristía, el centro de nuestra fe, ante ellos, como preparación intensa para la salida procesional, puesto que este año no vamos a poder salir a la calle como otros.

Ante este panorama, los cofrades no podemos hacer otra cosa que recurrir al consuelo de la fe, refugiándonos en la mirada misericordiosa de nuestro Cristo y también acogiéndonos bajo el manto de nuestra Virgen. Allí, en ese lugar que no es físico sino espiritual, resuenan con fuerza las palabras de San Pablo “somos perseguidos, pero no desamparados; derribados, pero no aniquilados; llevamos siempre en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (II Cor 4, 9-19). Porque ciertamente, esta Cuaresma estamos experimentando con dolor, que la Pasión de Jesucristo no está solo en nuestros pasos procesionales, sino que Cristo sigue sufriendo y muriendo hoy en el dolor de tantas personas que, en nuestros días padecen la pandemia del coronavirus (u otro de los muchos sufrimientos que siguen aquejando a la humanidad).

Sin embargo, los cofrades, como cristianos que somos, sabemos que todo este sufrimiento que ha cubierto a nuestro mundo con las tinieblas del Viernes Santo, se transformará también un día en la luz radiante de la mañana del Domingo de Resurrección. Para unos lo hará por medio del abrazo y del reencuentro con nuestros seres queridos. Para otros, será por la visión de Cristo cara a cara, una vez atravesado el umbral de la muerte.

Precisamente por esta certeza de la Resurrección, creo que es bueno recordar las palabras en las que San Pablo afirma que “todo concurre al bien para los que aman a Dios” (Rom 8, 28). Y es que, quizá este tiempo de cuarentena ha hecho acallar muchos de los ruidos externos que a veces ensordecen la verdadera melodía de lo que significa ser hermano de una cofradía. Y, a la vez, ha puesto de manifiesto lo que de verdad importa a la hora de vivir la Semana Santa. Esto es algo que están viendo los cofrades y los no cofrades, puesto que los primeros están sintiéndose unidos a sus hermanos, sintiendo a su hermandad como una verdadera comunidad de creyentes. Y, por su parte, los segundos, quizá están viendo con mayor claridad que detrás de los prejuicios con los que juzgan a las hermandades, hay una fraternidad de fe y caridad que (aunque no haga tanto ruido como aquellos que solo exaltan el carácter externo de esta celebración), vive no sólo la Semana Santa, sino toda su vida cristiana, desde el marchamo de la hermandad creyente.

Creo que hay muchos ejemplos que nos ayudan a constatar que esto es una realidad. Solo hay que pensar en la cantidad de fieles que, ante la imposibilidad de visitar a las imágenes de su devoción, han instalado altares en sus casas, presididos por estampas, cuadros o pequeñas imágenes ante los que oran cada día y encomiendan a enfermos y difuntos. O en los hermanos que participan con intensidad en los cultos de su hermandad, gracias a las retransmisiones por la televisión o el ordenador (que son fruto del trabajo intenso y silencioso de muchos cofrades). O en las llamadas telefónicas y whatsapps, que los hermanos hacen unos a otros para saber si están bien, o para llevar consuelo, esperanza o entretenimiento a quien está enfermo o se siente solo. Estos signos de hermandad también se manifiestan de un modo muy palpable en el ejercicio de la caridad. Por ello, desde aquí quiero reseñar y agradecer la labor de aquellos hermanos que llevan a compra a quien no puede salir a la calle, de las personas que cosen mascarillas (convencidas de que este año, éstas serán la mejor “túnica” o el mejor “manto” que pueden ofrecer a sus titulares), o de aquellas cofradías que piensan ya en como ayudar a los que sufren las consecuencias de esta pandemia, sea económicamente o de otra manera.

Todas estas muestras, que no son anecdóticas, sino que más bien son numerosas y generalizadas por todo nuestro país, nos demuestran que las hermandades no son una reliquia del pasado, ni mucho menos folclore vacío. Sino que son verdaderas comunidades de creyentes que, en los buenos y en los malos momentos, se acogen a la oración de Dios y de su Madre, a los que veneran con el rostro de sus titulares. Y que, precisamente por haber orado ante ellos, son capaces de sentirse hermanos y de mirar más allá de sí mismos, practicando la caridad con aquellos que más lo necesitan.

En definitiva, este tiempo doloroso y triste, (que esperamos no tener que vivir nunca más), no está enseñando a mirar más allá de las formas exteriores para poder así poner en el centro la entraña más sagrada de nuestras hermandades y cofradías. Ojalá que este aprendizaje no sea en vano y así, cuando el año que viene podamos volver a salir a las calles llevando el pregón de fe que son nuestras procesiones, todos sintamos que estamos más cerca de Cristo, por haber sufrido este año su Pasión en nuestra carne.