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Los besos cambiados

Ayer era el día de los reencuentros, el de los diálogos y el de los agradecimientos. Ayer era el día en que mi corazón corría desbocado por la senda abierta de la emoción encontrada en su propio reflejo. El de calcular rutas, distancias, horas para vivir la última cuenta atrás, para agarrar con la ciudad el pomo de esa puerta que lleva directa a la manifestación de la primavera.

Ayer era Domingo de Pasión. Las circunstancias nos han hecho asumir la realidad con resignada entereza, asumiendo que aquello por lo que atravesábamos, aquello de cuyo nombre quijotescamente no quiero acordarme, obligaba a ello. Pero, ¿quién apaga el recuerdo de lo vivido que no es más que el deseo de renovarlo? ¿Quién hace frente a esa llama que queda en el corazón cuando se acercan poco a poco, como una parsimoniosa Cruz de Guía en los últimos metros de recorrido, los días grandes del Sueño?

Ayer era Domingo de Pasión y yo acepté la dualidad cernudiana que habitaba en mí. La Realidad y el Deseo. Acepté la verdad y afronté el sueño que se agitaba, desconcertado porque no se le dejaba tocar la libertad ansiada. Y, siguiendo el consejo dictado, cambié aquellos besos que habría depositado en tantas esperas cumplidas por oraciones, versos, canciones, y hasta lágrimas humedecidas por las sonoras voces de algunos pregones que escapaban de la pantalla.

Y viví otro Domingo de Pasión. Cerré los ojos y lancé al viento mis oraciones. El deseo me trajo a la mente los ojos vidriosos de la Virgen del Patrocinio, la Señorita a la que volví a preguntar por mi amigo Tony, el aire de los naranjos de Castilla atravesando mi pecho y la efigie colosal de la Catedral desde el puente. El deseo me llevó a aquel diálogo con las fachadas de la Universidad, recordando viejas andanzas de estudiantes mientras mis pasos me llevaban a quien durante cuatro años nunca me faltó en la mochila de mis estudios.

Cambié besos por oraciones. Y en ese rezo pude sentir el rugido de los leones del manto de Montserrat, años dialogando con ellos mientras rodeaba a la Madre para buscar el encuentro con la Conversión, el solemne desgarro de la Amargura, ya con sus mejores galas, mientras el Señor del Silencio calla sabiendo que está cerca su encuentro con la ignorancia de Herodes o la plegaria que en forma de susurro deposito sobre la llaga del pie del Cristo de la Caridad, allí donde la muerte viva de Santa Marta me traslada al recuerdo de la infancia que nació de la mano de mi padre, mi mejor cicerone.

La oración continuó y el deseo me llevó por esos rincones donde Sevilla presenta sus mejores credenciales: San Gregorio, los Terceros, la Mortaja…por San Luis caminé para encontrar la alegría en los pómulos sonrientes de la Aurora. Pero más que la Resurrección, la última parada lleva siempre el nombre de la Esperanza. Allí, donde el poeta diría que muerden el tiempo las almenas y tiembla cinco veces la esmeralda el deseo lanzó su última estocada. Pero la herida encontró consuelo en el rostro de la que escucha todos mis desvelos, ya en su palio, sin velas ni flores, pero abrazada por todas las súplicas y por todos los agradecimientos de una ciudad que nació para ser la Tierra de María, la Madre de Dios y Esperanza Nuestra.

La realidad despertó casi por inercia. En sus últimos compases, la oración que había ofrecido por aquellos besos cambiados, quiso que escribiese esta crónica de un Domingo de Pregón diferente, pero que siguió siendo un Domingo de Pasión, porque la primavera despertó en mi corazón con la emoción llamando a sus puertas. Aunque fuese solo para manifestar el deseo de una realidad soñada.