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Mi Esperanza, la Macarena de todos

Un año más, que dicen es uno menos. Y como cada final de año, me detengo a reflexionar ante la imagen que más cerca me sigue en el día a día. En el rostro de Ella, mi Esperanza, hago el mejor balance del año, porque no hay mejor conclusión que tener siempre la Esperanza de tu parte. Lo bueno a un lado, lo malo a otro. Y en el medio, la virtud sonriéndome con lágrimas que estuvieron en un ayer y estarán en un mañana.

Pero hoy, en este rutinario encuentro de cada Fin de Año, le digo a mi Esperanza que en su rostro veo también a mi madre, que me acompañaba en aquellos frioleros madrugones de diciembre para ser los primeros en la cola del besamanos. Veo a mi padre, sufriendo la huella del trabajo de una noche, llevándome a conocerla en la mañana de la calle Feria. Le pregunto si recuerda a mi sobrino Francisco, monaguillo que me abrazó tras estar junto a Ella hace unos días y me susurró al oído, con la melancolía de quien ha vivido mucho teniendo solo diez años “qué guapa es”. A su hermano Diego esperando un turno que llegará con paciencia y a su madre, Gertrudis, henchida de orgullo.

Hoy más que nunca le comento a mi Esperanza que es la misma Macarena que contemplé durante años en la Anunciación con Pedro Manuel, Fernando, Francisco José, y que se alejaba dejando las señales de los surcos de lágrimas en rostros cansados que, al fin, habían vaciado el nudo de toda una noche de inquietud. La misma que veía mi tío Chiqui antes de subir al camarín de su cielo para verla siempre. Y ahora, escuchándome en las postrimerías de diciembre es aquella que emociona a mi prima Tuli en la Campana y la que vienen a ver, desde Almendralejo, mi amiga Beatriz y sus padres Pedro y Marisa cuando La Madrugá comienza a ser un espejismo.

Esta Esperanza hace temblar la cámara de José Antonio así como la mano que sujeta el pañuelo de su novia Marta. Le recuerdo que cumplió en Antonia el ruego de su segundo embarazo y que protagoniza las conversaciones cofrades con el primo Pedrito o con los nietos de José María el Pichilín, que nunca podía evitar llorar cuando cantaba su nombre.

Continúo el diálogo señalándole que es la misma Macarena que en una cálida tarde de octubre conoció Amanda, una joven enfermera de Albacete, que se llevó su mensaje en una pulsera donde brillaba la amistad. También la que encandila a Manoli, que concentra sus devociones en el Amanecer y en la Aurora de la Semana Santa. Porque todo nuevo día es Esperanza.

Viéndola a Ella me acuerdo de Josemari, el compañero que me trajo hasta esta casa, esperándola en el Convento donde moran los ángeles más serviciales de Dios, y de Manuel, otro compañero que cuenta los amaneceres que llegan hasta el encuentro con la primavera. A mi mente viene el pequeño, siempre lo será a ojos de ambos, José Manuel, llamándola “Reina” en todas las fotos que subo de Ella a las redes. La contemplo y me parece escuchar el “pídele por mí” de la tita Chari cada vez que sabe que voy de visita. Oigo a Reyes intentando memorizar las letras de ese himno que emociona a su cuñada Pepi, tan macarena que dio a su hija el nombre de su Virgen.

Esta Esperanza es también la de Lucía, nazarena morada que pregona su sangre verde, y la de Carlos, el de la coral, que tiene el privilegio de rezar cantando para Ella. A su encuentro fue Pedro un año con su hija María José cuando en la Plaza del Salvador se esculpía el triunfo de una nueva mañana. Volvió impresionada, con su medalla de Triana al cuello, dando ejemplo de la correcta fraternidad que siempre debe regir entre Hijos de María.

La miro y recuerdo los caminos que una vez nos llevaron hasta Ella, ¿verdad Paco, Carmen, Mari, Encarna…? Cuando cincuenta personas peregrinaron en mitad de la noche buscando el júbilo de la verdad, y los campos, las carreteras y las calles de los pueblos fueron cómplices de una jornada inolvidable. Era el camino de la Esperanza.

Sigo hablando con Ella. Le cuento que mi primo Edu me confesó hace poco que sentía debilidad por la Macarena. Otro más de la familia que cae ante su presencia. Le doy recuerdos de parte de Juan José, que siempre la ha querido y le ha escrito unas letras preciosas guardadas en las bibliotecas del buen gusto que todo cofrade conserva en su interior. Le digo que sigue estando igual que en aquellas estampas que me traía María Jesús, la tía que vive en el barrio, cerquita de Ella. Como vive Pedro, el formador de los monaguillos. Como vive Manolo, compañero de habitación de hospital de mi padre, y veterano de mil historias macarenas.

Porque esta Esperanza con la que hablo cada Final de Año es la Macarena de todos. Por eso, tal como la siento yo, la sienten mis hermanos y la siente toda Sevilla. Todos la quieren. Todos la reclaman como parte de su vida, porque con la Macarena nunca es un año menos, todo es un bienaventurado año más. Y por ello el abajo firmante siempre mirará a Ella cuando se ensayen las melodías de Strauss y, por esas cosas de la fugacidad de la vida, las primeras convocatorias de Quinarios asomen en los umbrales de las Iglesias.

Será el momento de confrontar su mirada y renovar un agradecimiento sincero por las 365 oportunidades que pasaron, y por las otras tantas que vendrán para vivir el Sueño de una Ciudad hecha para soñar con María. Miraré a Ella y hablaré como lo hicieron, como lo hacen, los aquí mencionados y otros muchos. No con palabras. No son necesarias. A mi Esperanza, la Macarena de todos, se le habla con su idioma. Y el idioma de la Esperanza hace hablar al corazón.