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Una ventana de la vieja ciudad

En la primitiva Sevilla, aquella que si hablara contaría historias de amores, de pícaros ladrones y de poderosos nobles, se sitúa la calle San Esteban, custodiada por Pilato que desde su casa sin descanso vigila. Lo hace por el bien del barrio, que mantiene esa esencia de la época que dio a esta gran villa la magia que hasta nuestros días llega.

Pero también vigila a un hombre que de envidia le llena. Con ojo avizor desde el patio de su casa, atento a todo movimiento. Grande es tal envidia porque todo aquel que pasa se acerca a dejar un breve rezo o a encender una vela pidiendo su intervención magistral. Viene de largo esta relación, no es de tiempos modernos, porque los que antes salían de la ciudad por la puerta que unos metros más allá quedaba, también se detenían a pedirle por el bien de su viaje.

A pesar de tanta alabanza, de tanto cariño y cercanía que a esa ventana se acerca, hay un día en el que ese maldito de Pilato se regocija por lo que ve y oye. ¡Salve, Rey de los Judíos! Le gritan mofándose mientras una corona de espinas lleva en la sien y una clámide purpura cubre su torso. La tristeza se apodera de una pizca de la escena, porque de esa canastilla hacia abajo, todo es color, desde  el oro del paso  al blanco y azul de las túnicas.

Una isla en medio de un inmenso océano, porque son más las almas buenas que malas. Sólo aquel poderoso mandatario y los que al Señor van maltratando, se llenan de agrado con la escena. Porque Él, que en su infinita humildad va aguantando los reveses que le propinan, tiene fuerza para repartir Salud en ese día y velar desde su ventana por el buen viaje el resto del año.

Es en esa ventana de la vieja Sevilla, donde queda un resquicio de dos cosas vitales:  la humildad de ese Ecce Homo que tanto falta en nuestros días y  la esencia de nuestra urbe que con mucha pena se va diluyendo.