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Cortesana de los silencios

La bruma y las nubes, empecinadas en proyectar sombras imposibles sobre la sábana sin quemaduras del asfalto, acampaban sin límites por las avenidas y los jardines. El río detenía su sangre verdosa buscando su reflejo en una torre sin luz, y algún valiente indestructible rebuscaba en su embriaguez el camino hacia la nada.

Tan solo contaba el día con seis horas y la cruz dorada rompía con sus aristas los cristales de la madrugada.  La comitiva, salpicada de luces breves, pareciera danzar en un ritual de convocatoria, de llamada al alba. Allí todos nos mirábamos, pero solo veíamos la luz suprema. Ninguna mirada se encendía. Ante sus ojos, soldados de tabacalera formando filas. La campana de aquella plaza intentaba, en vano, arrebatar el protagonismo de la dama que ya murmuraba su canción.

Revestida de cortesana, cuasi fantasmal en su profunda soledad, simplemente apareció. La Virgen de la Victoria, como si nadie quisiera verla, decidió que era la hora sin memoria de la noche para bailar, y todos nosotros buscábamos su mano para acompañarla y ser los afortunados. El hipnótico movimiento de las caídas, abiertas en su compás perfecto, limaba y limaba el polvo de la oscuridad, como buscando tras el manto de la noche una puntada de oro solar a la que aferrarse.

Atravesó las aguas y allí ya la esperaba el espíritu de Cernuda –“clarines masculinos, allí, la flauta y oboe femeninos”- que exprimían a Zarzuela y a Dorado. Rayaban las siete de la mañana (indicativo unánime) y en las aguas abandonadas del 27 ahogaba la Virgen su misterio. El escudo, el oro, el carey. Todo ya por fin encontraba su color y el Alcázar, tan quieto como un decorado, parecía impuesto y recién levantado por moriscos madrugadores. A lo lejos, un tronco de ceniza, retama de tabaco sin prender, buscaba el fuego del sol para encenderse. A nadie le importaba la Giralda. Las piedras sucumbían su carácter incoloro y de entre los pájaros, trinando casi el apocalipsis, entonaban el Nessun Dorma. Al alba venceré. Y al alba venció.

Con temor a que la alcanzara el día, la dama de esta corte celestial abandonó las calles dejando tras su estela un reguero de pretendientes frustrados. Eran las ocho, y ahora cantábamos nosotros. La Virgen, frente a frente, una riendo, la otra llorando, se quedaron a solas. Sin campanas, sin más luz que la de esta doncella que cerró las puertas de sus aposentos. Murmurando para sus adentros, terminó la canción. Terminó la balada de la dama del alba.