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Carta del imposible

Hoy no quiero descubrirte nada. Más bien, no tengo dentro de mí nada para descubrirte. Apenas he paseado por estas orillas, rumor verde de tus espaldas y galán de paso, que cantara el bronce de Lole. Apenas he saludado a los pescadores que curten los días a la sombra francesa del puente y que un día fabricaban maderas para tus naos. Apenas he mirado el tronco gris de la Giralda a través del pecho desnudo  del Pasmo, vértigo cierto de la eternidad. Apenas me he detenido en tus largas aceras y puedo contar con los dedos de mis manos las veces que he entrado en tu casa. Y no he entrado porque no la siento mía. Apenas me he cruzado con el hermoso abismo sin final de tus ojos. Sinceramente, no creo que ningún día me arrepienta, pero mi corazón y mis lágrimas, ya sabes, cobran sentido muy lejos de aquí.

Hoy te escribo aquí todo lo que tengo. Abro en canal el corazón y vierto el desamor que me lancea. En esta carta, que seguramente nadie te hará llegar y, ni mucho menos, podrás leerla en plena vorágine de amores desmedidos, la escribo con una sensación extraña, impropia. Siempre me dijeron que estas horas no son tuyas, que te sienta mejor la madrugada y el frescor azul de la aurora. No te reconozco con el sol completamente perpendicular a las barandas del puente. En el cénit de la tarde, la estampida. El milagro.

Yo no sé cantarte. No sé escribirte, y casi me atrevería a decir que no sé, ni puedo, rezarte como hacen ellos. Ningunas manos me han llevado nunca al balcón del Altozano a esperar la explosión de luz de tu palio en la incertidumbre de la noche. Rebuscando por los compartimentos hirientes de la memoria no encuentro estas calles, este río embravecido a tu paso. No encuentro el rubor de tus mejillas ni recuerdo esa mano tuya salvándome de las miserias de la vida. En definitiva, y espero que puedas perdonarme, lo nuestro es imposible.

Pero quiero que sepas que sigue anidando en mí ese sentimiento de extrañeza que te decía. Alguien me ha dicho que mañana sales a la calle. Que noviembre nos regala una primavera que cumple todos esos requisitos intangibles: fugacidad, brevedad, intensidad. Felicidad. Que mañana germinan los días y las noches que toda tu gente han perdido (o quizás, ganado) dedicando su vida únicamente a ti. A tu grandeza. A tu nombre.

Esta es la carta del imposible. Ya, para despedirme, solo quiero trasladarte un último mensaje de parte de otra persona que tuvo, y tiene, la suerte de escogerte y de quererte como nadie. Una persona que, como tú, es alegría, es ayuda, es certeza, es firmeza y es faro. Una persona que, como tú, nació cerca del mar y cuyos besos me saben a la sal de la marinería. Una persona que, como tú, es madre. Mañana, cuando levites milagrosamente sobre el Guadalquivir y tiemblen las raíces del mundo y de las aguas, estaremos ella y yo. Sí, ¿por qué no? Esa sensación es la ilusión. La expectación, los nervios. El temblor que avisa. El atropello dulce de tu historia. La bandera atronadora del barrio. Y cuando te cruces con ella, y la encuentres, llorará, porque te quiere. Y yo miraré cómo te llora.

Y entonces lloraré yo.