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Nicho 238

Recuerdo, como si fuera ahora, la primera vez que leí aquel: “Perdonad, hay sus opiniones”. Aquella primera edición de “Sevilla: Teoría y realidad de la Semana Santa”, que apenas ocupaba la palma de mi mano, me descubrió todo un universo de paralelismos, identificaciones y relaciones con mi particular forma de concebir e interpretar la fiesta mayor de Sevilla.

Entre estas deslumbrantes páginas se concentra la brillantez fugaz de este precoz literato y periodista, pacense de nacimiento, pero que se trasladó a Sevilla donde ejerció, entre otras cosas, de secretario del primer Alcalde republicano de la ciudad y bibliotecario de la Asociación de Prensa. Fundador de la Hemeroteca Municipal, Antonio Núñez de Herrera anticipa este libro (rescatado recientemente e incluido en una fabulosa edición de David González Romero) en una serie de “Estampas de Semana Santa” que se publican con cierta periodicidad en dos cabeceras del momento: “El Noticiero Sevillano”, de ideología conservadora, y “La Libertad”, diario madrileño de claros tintes progresistas. Estas estampas, firmadas entre 1930 y 1931, ya cuentan con un cariz socarrón y retratan con finura y certeza la sociología de la época.

También, por supuesto, incluye imágenes transgresoras, casi irreverentes, que convierten este libro y estas estampas en un reflejo tremendamente modernista de la Semana Santa de Sevilla (“El sevillano singulariza su devoción o, mejor dicho, sus afectos. Porque no adora a sus imágenes, las quiere sencillamente”)

Tras sus colaboraciones literarias en la revista Mediodía (Núñez pertenece también a la Generación del 27), su espíritu vanguardista se va a ver también reflejado en su trabajo como corresponsal de El Noticiero Sevillano durante la Exposición Iberoamericana de 1929, momento en el que alcanza cierto renombre entre los periodistas locales.

Sin embargo, Teoría y Realidad de la Semana Santa no alcanza el eco que realmente merece y apenas cobra relevancia en el panorama literario de la ciudad y, mucho menos, en el periodístico. El libro, que se publica en 1934, cae en el olvido y la figura de Antonio Núñez de Herrera terminaría por diluirse ese mismo año. El 23 de julio, mientras disfrutaba de un permiso vacacional con su familia en el Algarve, sufre una fulminante neumonía que le provoca la muerte y su nombre queda relegado a un ostracismo absoluto. Así lo recoge “El Siglo Futuro”, que publica un cable urgente ese día: “Ha fallecido en Montegordo el periodista y escritor sevillano Antonio Núñez de Herrera (sic)”.

Aunque posteriormente se revitaliza su obra, poco más se sabe de su persona. Sabemos, por otras investigaciones, que Núñez de Herrera sufre una neumonía en la playa de Monte Gordo y, a priori, se entierra en esta localidad portuguesa. El propósito de este reportaje es una mezcla entre curiosidad, respeto y admiración por el poeta de Campanario, y por la necesidad de recuperar y de honrar su memoria en la medida de lo posible. Sevilla (“esa hermosa novia sin memoria”) y la Guerra Civil se encargaron de solapar y difuminar cualquier rastro del periodista.

Ya el verano pasado, y dada la cercanía de mi lugar de veraneo, me acerqué, muy a la aventura, al cementerio de Vila Real de Santo Antonio, localidad que marca la frontera de Portugal con España, salvando la frontera geográfica que ostenta el río Guadiana. Allí, tras toda una mañana de búsqueda entre lápidas y nichos, la búsqueda resultó infructuosa, pero prometí volver. Tras un año de investigaciones por Internet, libros y revistas, todas las conclusiones se antojaban insuficientes para encontrar el verdadero lugar donde descansaba para siempre Núñez de Herrera.

Un año después regreso al lugar donde ocurrieron los fatídicos acontecimientos. La playa de Monte Gordo es una auténtica feria. Españoles, portugueses y europeos varios deambulan por el paseo marítimo. El día se levantó brumoso, casi cerrado, pero poco a poco comienza a deslumbrar el sol. Con tres palabras me lanzo a la aventura. Bon día, “cemiterio”, “obrigado”. Un empleado de servicio urbano me comenta que Monte Gordo no cuenta con cementerio como tal, quienes fallecen son trasladados a la vecina villa de Vila Real. Sin embargo, no me quedo satisfecho e intento buscar una oficina de turismo para confirmar mis sospechas.

Bien. Monte Gordo tampoco tiene oficina de turismo. Altos edificios, hoteles lujosos en primera línea, escuelas de surf… Pero no Monte Gordo no tiene oficina de turismo. Desde una inmobiliaria confirman la mala noticia. Monte Gordo tampoco tiene cementerio. En aquel momento solo quedaba el consuelo de vislumbrar la extensísima playa donde aquella maldita neumonía acabó con un porvenir brillante. Quizás entenderíamos la ciudad de Sevilla desde otro prisma bien distinto.

Cámara y libro en ristre, decido regresar al cementerio de Vila Real para intentar buscar, sin mucho ánimo, la lápida que guardara los restos de Núñez de Herrera. Unos robustos y elegantes panteones familiares, cobijados y sombreados por los cipreses, altos trigales verdes del Guadiana, guardan la entrada de este cementerio, que data de 1776. Allí, tras un primer vistazo por las lápidas más antiguas, decidimos preguntar al mantenedor del camposanto. Ni la más remota idea.

Deambulante y abatido, me siento en un pequeño banco al sol y leo el pasaje del dirigible y la torre. Al otro lado, los místicos, el rincón y el vino. Imagino que en alguno de estos tumultos de tierra yacerán los malogrados restos del poeta. Hace mucho calor. Salgo del cementerio y nos encontramos el bullicio de la plaza principal y el ambiente de las tiendas. Los señores mayores buscan las sombras que proyectan las bajísimas y pintorescas casas y nos sentamos viendo pasar las horas. El libro, siempre abierto, me acompaña. Un total sentimiento de vacío me asolaba. Sin embargo, animado por familiares (a quienes les debo la inquietud, y también la poca vergüenza que a veces me falta), nos decidimos a ir al Ayuntamiento de Vila Real, que estaba escasos metros, y preguntar, siquiera para matar el tiempo, por este desconocido Antonio.

En la recepción nos atienden amablemente y, tras un largo rato hablando por teléfono, nos envían al Archivo Histórico Municipal de Vila Real, donde pueden facilitarnos información. Se enciende una luz de esperanza y nos dirigimos al edificio, apenas a cien metros del ayuntamiento. Una señora nos pregunta si venimos buscando información sobre un periodista español. Asentimos y nos indica que esperemos.

Al poco tiempo, aparece una mujer con dos hojas de papel nos comunica que ya hace algunos años un profesor de Literatura envió un correo electrónico preguntando por el lugar de fallecimiento de Antonio Núñez de Herrera. Nos facilita el mensaje que contenía dicho correo y la respuesta al mismo. El otro papel, para asombro nuestro, contiene una fotocopia de la partida de defunción de Antonio Núñez y Cabezas de Herrera, que reproducimos en la siguiente imagen. Se puede leer lo siguiente, en la tercera fila: “Antonio Nunez Cabejas Yerrera”. En el siguiente compartimento escrito, “filiaçao” en portugués, se lee el nombre (creemos) de sus padres: “Fidel Nunez Sanchez-Camila Cabesas de Yerrera”.

Ya en la siguiente hoja, lugar de nacimiento claramente definido. “Campanario, provincia de Badajoz, Espanha”. Además de la citada información, aparece la hora de registro de la muerte. 23 de julio, a las 11 horas de la mañana.

Todos estos datos desmienten ciertas informaciones establecidas hasta el momento: Núñez de Herrera no está enterrado en Monte Gordo, primero porque esta localidad no cuenta con camposanto propio, y segundo, porque su nombre queda recogido en las partidas de defunción del Archivo Histórico Municipal de Vila Real de Santo Antonio, año 1935.

La parte negativa del asunto es que, por desgracia nuestra, el nicho donde se encontraba Núñez de Herrera (238, tal y como se lee en la primera columna del documento) no aparece en el cementerio. Y, por si fuera poco, y tras consultarlo con la encargada del Archivo, al menos en 1944 ya los restos de Núñez de Herrera habían sido exhumados. Ni sus hijos ni sus nietos (dadas también las condiciones sociopolíticas que atravesaba España) habían reclamado los restos de Antonio, siquiera para convertir el nicho en propiedad. Por tanto, los restos de Antonio descansan en alguna fosa común o en algún osario del propio cementerio.

Conseguida toda la información, volvemos al lugar donde está enterrado Núñez de Herrera y, efectivamente, el lugar donde debería estar el nicho 238 no existe, como se muestra en la siguiente fotografía. El hueco que existe hoy día puede ser, casi con toda seguridad, el lugar donde estuvo enterrado Antonio Núñez de Herrera antes de derribar la pared y levantar estos nuevos panteones, que datan del año 1936. Las lápidas que se conservan marcan un periodo que va desde 1935 en adelante.

En ningún otro lugar del cementerio aparece lápida alguna reseñada con el número 238. Es más, como se observa en las fotografías, la sucesión de lápidas se corta en el número 181, y ya la siguiente que encontramos responde al número 245.

Por tanto, y aunque este reportaje quizás no arroje demasiada luz sobre la figura de Antonio Núñez de Herrera, sí he querido intentar desde toda la admiración que profeso a esta personalidad de las letras sevillanas dignificar su muerte y el lugar donde reposan sus restos. Aquí, entre estos panteones, y sobre aquella pared blanca, descansaron un día los últimos retazos de la vida física de un joven periodista que, con tan solo 35 años, nos dejó para siempre, y moriremos sin saber qué más hubiera podido dar aquella mente privilegiada. Una mente que, hoy día, verano de 2018, sigue a la vanguardia de una ciudad que, como él mismo decía, está “blindada por la literatura”.

Finalizado todo este proceso de “investigación”, fruto nuevamente de la curiosidad y el amor por la literatura y, por qué no, la justicia, me siento a leer. Me acompaña un sentimiento de gratitud, satisfacción y tranquilidad. También sé que me acompaña Antonio. Tengo esa certeza. Y también tengo la certeza de me estará escuchando. Me acomodo en aquel banco verde, rayado por las astillas y dilatado por el calor. Cantan las chicharras y se escuchan estruendos provenientes del polígono industrial que cerca el camposanto. Pero aún queda algo de paz. No somos nadie.

Abro el libro por la única página marcada que tengo (sería imposible marcar todas). En este momento, lejísimos aún abril, grito para mis adentros aquella frase grabada a fuego en mi conciencia y en mi verdadera fe. Estoy seguro de que sus últimas palabras no pudieron ser otras que…

-¡No! ¡Que viva la Semana Santa!

Que viva siempre, Antonio. Envuelvo tu libro, como el nazareno sus sandalias, y me marcho. Descansa en paz entre estos muros. Sevilla está aquí.