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Luchando contra el secuestro de la fotografía

La frustración y la impotencia son sensaciones propias del ser humano. Y, por tanto, legítimas y naturales, más si vienen provocadas por actitudes desconsideradas de terceros que, bien por desconocimiento o bien de manera intencionada, echan por tierra horas de trabajo y esfuerzo de todas aquellas personas que tienen el don de la mirada.

Siempre dice mi padre que cualquier creación artística debe tener, fundamentalmente, el máximo de los respetos por parte de la parte contraria que no comparte ese estilo o ese arte en sí. La fotografía es un arte, no cabe duda. Y, al igual que la música o la literatura, conmueven y sugieren. Y no hay nada que iguale en este mundo la capacidad de despertar conciencias (o creencias) en las personas.

La situación, desgraciadamente, es límite. Al principio, desde el seno de este medio de comunicación, se trataba el asunto con impasibilidad e indiferencia, e incluso con cierto divertimento. Pero poco a poco la cuestión fue trascendiendo y se volvió incómoda y desagradable. Nadie tiene derecho, repito, nadie, tiene el derecho a apropiarse del trabajo y la vocación de las personas que honradamente vierten su tiempo en acercar la fe a los demás para el disfrute y gozo de todos.

Todos hemos pecado alguna vez (y me incluyo, por supuesto) de haber adoptado imágenes que carecían de firma o marca diferenciadora. Pero cuando conoces el trasfondo, el sustrato y la intrahistoria del problema, no puedes sino unirte a la lucha contra quienes destrozan por completo los límites de la moral y de la ética (palabra muy peligrosa, cierto es). Y, para más INRI, se encaran y se niegan a rectificar. ¿La esperanza es lo último que se pierde? Sí. Y el orgullo también en muchos casos, para desgracia de estos trabajadores.

¿Quién se apropia de una partitura y se beneficia con ella? ¿Quién adolece de dignidad y humanidad para suprimir la firma pincelada de un lienzo para sobreponer su nombre? Nadie. Solo se pide, y se exige, respeto para los fotógrafos que durante el año y durante la Semana Santa dedican su tiempo, su dinero y, por qué no decirlo, su integridad, para acercar a Dios. Ellos no son los enemigos. Pensadlo bien: ellos solamente quieren ver cómo el resto disfrutamos. No somos nadie para prohibirles y coartarles su vocación y su pasión.

Evitemos el recorte de firmas y, por supuesto, la suplantación de identidad. Porque, más allá de entrar en procedimientos legales que resultan desagradables para todos, no nos honra como seres humanos, ni como cristianos.

 

(Fotografías José Campaña)