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Dolor de atardecida

Por entre las lomas desiguales del Aljarafe amarillea la tarde. El horizonte, salpicado por olivos viejos y vigilantes, es ahora mismo un lienzo en el que se entremezclan tonalidades imposibles, casi divinas: azuladas, violáceas y amarillentas, configurándose así, por puro capricho natural, crestas colorinescas y vivísimas. Entretanto, la tibieza de los últimos rayos de sol se desmaya en los muros desgastados y robustos de la torre de San Pedro.

Todo queda vacío, y un silencio compacto se amolda en la frondosidad de la plaza. La cruceta del Madero Divino se recorta en las cristaleras de Imagen, mientras un reguero de negros capirotes rasga el tejido de una noche pronta. El sol desparrama sus últimas luces en las cinturas de los fieles, ajustada la túnica con rayos trenzados de esparto seco. Otros, sin embargo, quedan solidificados en las espadas diagonales de los cirios.

Arrebatado el sol, las estrellas comienzan a tejer estelas y luminarias en las alturas. Las ramas altas y vigorosas son la techumbre de una plaza sumida en completa oscuridad, insalvable de esta anochecida remota. Son miles los caminos que llevan a ella, pero los anónimos de esta cofradía evitan la incomodidad de los espacios y se serpentean su desfile por las estrecheces. Por Sales y Ferré vienen, cruzados y cansados, los rayos de cera ahogada en el empedrado deforme y pálido.

Por la orilla izquierda, surca el sinfín de la noche un bajel de madera labrada y antigua. Su misión no es otra que aliviar la crudeza del martirio. El mentón, hundido en el pecho, rompe la simetría de la sangre y el monte de flores adopta un semblante incoloro, casi sin vida, aunque el rojo voraz sorprendiera en el momento mismo de la salida. Su música no es otra que el rezo hondo y grave de los hombres del costal.

Antes de ser engullido este Dios por la terrible oscuridad de las naves de su iglesia, una melodía impetuosa acomete contra la compostura y formalidad del instante moribundo. Todos se miran y nadie responde: su origen es incierto y confuso. A lo lejos viene tronando, agitada y profunda, la llama de la atardecida. Como un apocalipsis, como si la noche se tornara en universo vacío e interminable. Viene desafiando al tiempo.

Al principio todo duele. Duele la vista, que se afana en adaptarse a las exigencias de su luz poderosa. Duelen las notas, los pentagramas, interpretados por sentimiento mismo de desgarro y pena. Duelen la esquina, la solería y el balcón atenazado por unas manos vertidas en la herrumbre de las rejas. Duele la saeta profunda, hiriente, que soporta durante algunos segundos la pesadez de este silencio impenetrable.

Y duele el fuego. Duele el incienso casi extinto e invisible, desvanecido en el llamear de la candelería. Duelen sus manos cóncavas recogiendo el cristal de las lágrimas. Duelen sus ojos desorbitados y perdidos en la inmensidad del oro y el rojo. Duelen las estrellas atrapadas en el sol de su corona, sin más universo que Ella misma. Duele la estela carmesí sembrada en surcos cerrados por la sal del llanto inconsolable.

Y al final, todo sucumbe. Muertos estos segundos de alma abierta y espíritu desolado, esta su atardecida se va alejando por la inmensidad de la madrugada. Ella seguirá llorando y doliendo. Y nosotros, sacudidos por el dolor, quedamos en pie esperando respuestas y alivios. Duele la atardecida. Duele la Madre de Dios.

 

(Fotografía Victor González)