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Pascual González, un hombre del pueblo

Pascual es un hombre aferrado a la fe, entregado a la humanidad y dispuesto siempre en gana y ánimo. Con sus manos (y su voz) se fue labrando poco a poco un futuro rebosante de éxitos pero marcado por la fugacidad del mismo. Tanto trabajo y tanta humildad para tan breve triunfo. Desde los primeros años de su vida desarrolló una personalidad modesta y sencilla, inherente al barrio que lo vio nacer allá por el año en el que el siglo se divide en dos mitades.

Por contradictorio que parezca, en la penuria y la miseria fue donde nuestro hombre comienza a aprender y a imitar los cantes de nuestra tierra, vía mediante la que alcanzaría la cumbre del folclore hispalense. Y es que de tanto cantar, de tanto sostener el corazón en la garganta, su voz poco a poco se ha ido apagando, como se apagan sus ojos brillantes y se esfuma su bohemia melena rizada.

Y es que de tanto caminar, de tanto ser nazareno de Dios, ha ido desgastando las sandalias perdidas ya para siempre en el puente de Oriente, frontera inmortal (y romana) del barrio suyo. Un puente que ha visto crecer a Pascual como penitente, como artista, y como hombre, siempre herido de amor por el abanico carmesí del manto de la Virgen de la Encarnación.

Barrio que lo vio crecer, que lo vio sufriendo las desoladoras riadas de los 60, que lo vio jugar por entre las barandillas del antiguo puente que escoltaban aquellos Caños que indicaban el camino a Carmona. Y como donde hay barrio hay hermandad, (siempre Hermandad, siempre verdad) allí alimentaba su fe y daba rienda suelta a su repertorio popular y castizo.

Y aunque sufrió en exceso el exilio, por su garganta siempre vibraba el nombre de la Calzá y el nombre de San Benito allá por donde fuera, allá donde cantara. Y es que a Pascual, todo lo que sea galardón y premio siempre le ha resultado vacío e insulso, porque para él no hay mejor reconocimiento que sentirse querido por su pueblo (que no público). Cantor de Hispalis. Y, ¿cantor a Hispalis? Está por ver. Aunque ni creo que le haga falta, ni creo que sea su principal preocupación.

El respeto a los mayores es fundamental y casi obligado. Por ello, aunque él envejece y ya apenas se nutre de recuerdos y vivencias, la Asociación Niños de la Calzá ha tomado la genial iniciativa de inmortalizar su legado en el mismo barrio donde se crió y donde ha visto pasar el tiempo de una manera vertiginosa. Su nombre-que ya de por sí estaba anclado para siempre en el nomenclátor popular-pasará a ser parte del callejero de Sevilla. Será, cómo no, a las cuatro de la tarde. Y será, cómo no, en martes, muy cerca del lugar donde Dios espera la sentencia más firme de todos los tiempos: la del pueblo.