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Candelaria, más en la tierra que en el cielo

Ni a la oscuridad, ni al frágil equilibrio del altar, ni al tiempo. Ni al frío del mármol, ni a la altura, ni al órgano de velas desiguales que te acaricia la cintura. No le teme a nada terrenal. Cuando te pienso, me asalta siempre el misterio que te envuelve. Cuando te visito, se dispara la ansiedad y lanzo al aire una mirada desesperada. De auxilio, de entendimiento, de afinidad. Quería que me ayudaras. Y tuve que esperar a aquella noche.

Tampoco le teme a la soledad. Todo está medido y cuidado; no falta un ápice de frescura. Sin embargo, la noche te impedía madurar y las horas se deslizaban por los relojes esperando el florecimiento. Por mucha plata que te maquille y mucho oro que te corone, te vi más apagada que nunca ahí, en medio del espacio, sin ocupar sitio exacto en este mundo. Te vi expectante, velando al silencio y calmando las lágrimas. Seguías sin ayudarme, y tuve que esperar a aquella noche.

Una vez contigo, nos fuimos acercando lentamente hasta formar una escolta improvisada. Unos más arriba, otros a ras de suelo. Y poco a poco empezaron a clarear tus mejillas, como dos soles recién encendidos. A tu alrededor, muy cerquita, todo un cortejo de almas celestiales cuya inocencia emanaba un ardor implacable. Al fondo de la nave, las luces más apagadas, que a duras penas consiguen mantener viva la llama del querer. Ellos, en algún tiempo, también tuvieron el cometido de hacer luz la noche. El relevo lo tomamos nosotros. Poco a poco me ibas ayudando. Tuve que esperar a aquella noche.

Cada nota entonada era otra vela que se encendía. Cada compás marcado por la voz unísona vibraba por entre los arcos, proclamando a la medianoche la pureza de tu nombre. Iluminabas porque aquellos querubines sin alas ni liras recitaban tus alabanzas con felicidad y alegría. Ahora mismo, ellos son fósforos que prenden rápidamente pero, algún día, se irán consumiendo para dar paso a nuevas generaciones. Febrero da la bienvenida al camino de la luz.

Por tus labios entreabiertos se escapaban suspiros de vida renovada, estreno de primavera inmediata. El pabilo en tu interior ya se ha encendido. Antes de despedirse, todos te entregan el mayor y más universal símbolo de amor: el beso. Así madura tu adolescencia y el papel de madre es ahora tu máxima responsabilidad: cuidar, vigilar, amar. Terminada su misión, niños y mayores se retiran.

En ti confían para que les sirvas de guía en este sendero de desconfianzas y penurias. Y, a su vez, les has confiado un secreto que muy pocos privilegiados tienen oportunidad de guardar. En aquel momento, me sentí uno de ellos. No te preocupes, mujer. Entiendo tu miedo a mirar al universo. Comprendo tu temor al azul. ¿Para qué buscar en el cielo la vida que en la tierra has encontrado?

No apartes nunca tus ojos, purificados por la gracia del que cree. Hazlo por el inocente, por el feliz, por el que te piensa. Por el que te cree. Por el que te da la vida. Gracias por ayudarme, Candelaria. Gracias por acercarme al cielo.

 

(Fotografía Manuel Sánchez)