Blog

Un milagro entre las manos

Desvencijando sus últimas luces celestes y quebrando las aristas del aire, la tarde del Jueves Santo ha dejado de existir. Presa de su irreductible fugacidad secular, apura sus postrimerías enarbolando la alegría de la Feria, o entreteniendo la atardecida en el alborozo intenso de los Ángeles. Inevitablemente, la tijera del reloj se deshace dejando solo su fondo blanco, su luna de Parasceve.

El cielo de la ciudad, esposado a sus esquinas por el azabache de la madrugada, queda envuelto en una atmósfera de nulidad racional, de espesura fría e incómoda. Se impone un recelo a la luz, al destello. La pupila se ha acostumbrado a la opacidad del misterio, a la desaparición de manifestaciones teologales. Los sentidos abren en canal sus cualidades y solo llega el olor de un naranjo invisible pero presente. El tacto de un aire turbio, velado por la extrañeza y la sospecha. El sabor de la anonimia y el rito, que ha acudido fiel a la cita. No sabemos la hora, ni el lugar. Pero hemos estado ahí siempre.

Existe, por tanto, la imposibilidad de reaccionar a esta sucesión de sacudidas y enigmas. En la hondonada inmensa e inabarcable de la calle, nuevamente dibujada –porque jamás nos hemos detenido a comprobar si ha estado así siempre- por la efervescencia del espíritu sevillano, nos vemos desterrados en la desolación y en la incógnita. Nos resta solamente un alivio perturbador y agónico: mirarnos a los ojos. Mejor dicho, mirarlos a los ojos, porque ellos ya saben mirar la oscuridad, arrastrando cada uno su gravedad solemne e invencible.

Nosotros, orillados en el adoquín helado y pedregoso, esperamos algo tal como una sorpresa, un desquite de monotonía nocturna. La techumbre oscura se ve milimétrica y paralelamente rasgada por la sierra de los altos capirotes, que marchan desafiando el equilibrio del espacio y las dimensiones. La calle, sin embargo, tan solo ve alterada su fisonomía por la hilera serpenteante de los cirios, espadas cruzadas en defensa de su Purísima Concepción.

Verlos desfilar es la constatación de que la medida temporal en Sevilla es inalcanzable y volátil. Se mantienen invictos a los siglos y avatares, y solo ellos pueden dar testimonio incontestable de sus reglas. Espejo de estabilidad, olvidan a la ciudad de su mal de existencia trivial y superficial. Y todo sin utilizar la palabra.

Por la esquina asoma el motivo de su fidelidad y veneración. Carga sobre su hombro una Cruz relumbrante y cegadora. El dorado canasto hipnotiza con su cimbreo los ojos del niño, temeroso de cruzarse en el aire con la mirada de Dios. Tras el fastuoso bordado de sus ropajes hay un hombre, triste y silencioso. Caminando por entre las tinieblas, arrastra el peso de los siglos y de los pecados. Por mucho que nos afanemos en apresarlo, este es un milagro que encuentra siempre escapatoria. Solo se le ve por la noche. Morirá cuando se levante la luz.

Por las calles de esta Jerusalén, camina Jesús Nazareno.

 

(Fotografía Ildefonso Pérez López)