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Porcelana marchita

Sí, he de reconocer que me asaltó la extrañeza, el misterio. Porque me sé bien tu nombre. Por mi tierra se extiende, alegre y claro. Anida no solo en los altares, también en frescos zaguanes y portales. En mesas de noche y cabeceras carcomidas por el tiempo y la vejez. Solo un nombre para tanta vida. Pero de ti no me lo esperaba. Me supo distinto, inusual. No conseguía comprenderte.

Para resolver mi duda, me sobrepuse al desvelo y a la indiferencia. Me despojé de mi tierra por unas horas y quedé desnudo, con el alma renovada y descubierta. Alma capitaneada por una voz cualquiera, desgajada y arrancada del fondo de una tasca a la sombra de aquel sol de octubre. De aquel azul tan tibio y limpio. Aún así, tengo que confesarme: aquel día no eras mi puerto.

Pero es bien sabido que la mar es caprichosa, y esa mañana andaba revuelto el oleaje. Arribó, torpe e inexperto, mi navío, en aquella bahía de bronce y pureza. En una Plazuela que me recordó tanto a nada. El corral oculto y antiguo, colmado por un patinillo blanco, coloreado a su vez por arriates de vivísimas petunias y gitanillas. La frescura ante la piedra, ante la estatua. Y todo en silencio, un silencio violento y delator.

Ahí fue cuando perdí mi norte y mi rumbo. La brújula del corazón, que dicen es el alma misma, se vio sobresaltada por una fuerza imponderable, alterando inevitablemente sus infalibles agujas. Se desmoronó todo esquema, toda concepción… y toda duda. Fue en ese preciso instante cuando comenzaste a granar en mi interior. Era aquel nombre del que tanto me hablaron. Ese que todo lo alcanza. Y por eso me alcanzaste, que no iba a ser yo menos.

A la belleza por el camino del dolor. Allí, elevada en un altar de máxima humildad y rudeza, yacía una flor. Muro y altura entre la vida y la muerte, escalé por tu nombre como tú por mi pobre humanidad, envolviendo con tus lágrimas las paredes henchidas de mi pecho. Enredado en un laberinto de miradas inestables. ¡Quién pudiera pulir en ese mármol decrépito y mustio tanta gloria inesperada y asaltante! ¿A quién dejó Dios sus manos para moldear, de la marchita porcelana, dos perlas clavadas en algún punto de este universo, tan tuyo y tan poco nuestro?

Estuve buscando un apelativo más preciso, más exacto. Pude llamarte inmortalidad, que así te dijeron los griegos. Inmortalidad de paraísos para aquellos que, esta vez, te alcanzaron más allá de tus altares. Pude llamarte fidelidad, pues así resolvió la mitología. Fidelidad al viernes, al que te visita y te pide. También, cómo no, pude llamarte Cruz, pero queda reservada para la salvación y la redención.

De vuelta, destrozado por la incertidumbre y la inquietud, no dejaba de preguntarme por aquel tu nombre. Por mucho que lo había acusado y sentido, no conseguía arrinconar las letras. Se me escapaban pensándote.

Sin embargo, tuve que cruzarme con tu barrio antes de regresar. En aquella taberna, la de por la mañana, unas manos rasgaban una guitarra, y una voz reconocida la acompañaba. Entrelazando cantes, cuerdas y palmas, alguien lanzaba al mundo aquel tu nombre:

“¡Mare mía e la Esperanza…!”

 

(Fotografía Miguel Guerrero)