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Gloria a la muerte viva

Sin descuidar la firme cruzada contra la importación progresiva de paganismos y hortalizas tétricas, supone en mi caso costumbre obligada arrancar de la estantería las Leyendas de Bécquer, acomodarme en el sillón (este año sin manta ni estufa por los efectos alarmantes del calentamiento global) y leer hasta que caigan rendidos los párpados.

A pesar de una decadencia poco advertida en una sociedad chabacana y prosaica, en algún rincón de esta ciudad habrá un señor encaramado a un balcón recitando a Don Juan, exprimiendo el máximo romanticismo de la literatura española. Porque, como dejara escrito Zorrilla, “en los años que han corrido / desde que yo le escribí / mientras que yo envejecí / mi Don Juan no ha envejecido”.

Aquí nada envejece. Este atavismo oculto, tan incomprendido y languidecido, espera siempre a ser rescatado y relanzado. Por eso las floristerías no dan abasto, y allá por el camposanto bajo la plomiza capa de las banderas del otoño, será abrumadora la gama cromática y cálida de los ramos.

Sin embargo, hoy tardan en llegar los familiares. No se acusa la asistencia excesiva a primeras horas de la mañana. Corre una tenue brisa de misterio, una vaporosa neblina, que me lleva hasta San Lorenzo. La luz del sol todavía no incide con fuerza como para dorar las fachadas y hornear las cales. El tránsito se acrecienta: de moderado a bullicioso, mientras que la muchedumbre se agolpa a las puertas de la Basílica. La Plaza es digno escenario de representación romántica: espectral y brumoso.

Me asomo al dintel, y la escena es fantasmagórica, a la par que gloriosa. Bajo la linterna de la cúpula, justo en el centro de la circunferencia de losas gélidas, se alza un mausoleo aurífero en honor a todas las almas, que parecen revolotear alrededor de su divina sien. Como si el mismo Bécquer estuviera reescribiendo, a espaldas de su hogar en Conde de Barajas, la leyenda. Como si el alma en pena de Beatriz aleteara en derredor de la tumba de Alonso. Se ha quedado vacío el cementerio.

La mayor de las Majestades, el Rey de Reyes, la realeza convertida en humildad pura, acude al encuentro con las almas. Alguna vez tendría que llegar este amanecer, de espíritus y hojas resecas, aunque bien sabemos que se repite cada mañana de Viernes Santo. ¡Hoy no, Gustavo, hoy no se quedan tristes y solos, los muertos!

Hoy, el Señor es verdadero Monte de Ánimas.

 

(Fotografía Victor González)