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De miel y bronce

Imbuido en una soberbia ingenuidad, atravesamos una calle que discurría por vera de una muralla, (o así me indicó un buen amigo, vaya mi agradecimiento eterno para él si está leyendo estas líneas), flanqueada por un inmenso abanico de vegetación, una techumbre inclinada como bóveda de cañón fresca, que se cernía sobre nuestras cabezas, dotando al acerado de lozana y perpetua sombra. Sin embargo, no sabían estos adoquines el vaivén que se le avecinaba. Ni nosotros mismos, para ser sinceros. No viví las entradas en San Román.

Los balcones competían entre sí en una irisada batalla de colgaduras y reposteros. El blanco, supeditado a un tercer plano (hablaremos más adelante), solo se vislumbraba en alguna prenda ajustada a los fornidos y bronceados hombros de algún patriarca costalero (o cargaor, que se apela en esos lares). Sale de su casa, y muy al fondo, una anciana, aún más tostada, carcomida por la herrumbre oxidada de los cantes y los tablaos, despide a su hijo en el zaguán. Eso sí, no le falta de ná a la señora.

Suspendidas por un fino hilo, son varias las dagas, rojas como la sal y el tinte de la fuente, que vigilan la calle. Como las caídas de Esperanza, rojizas como la arcilla. Como los mantones de manila de Cantarería. Como los pendientes de coral de la gitana del Asilo. Son como plumas a punto de escribir una historia. Y no precisamente como la escribió Santiago. Ellos evangelizan a su manera. Y eso es incontestable.

Primeras palmas, más mis ojos no alcanzan a ver más allá de una sucesión de arcos abiertos al puñal del aire. Seguía quemando el sol, y las pieles eran más melosas todavía a fuerza de los rayos. ¿Qué quieren, qué buscan? Asoman tres potencias, tres: se consuma el delirio. No se ve aún el mentón y estallan voces contenidas, desordenadas y, sobre todo, rotas. Parece que la rechaza: da la espalda a su colosal morada. Callejeando, se pierde. Y para colmo, Triana.

En cada portal, las mujeres jalean la llegada del reo. Y él, en reverencia constante, las saluda. En cualquier recoveco de cal blanca, su morenez dora recibidores y ventanas. Sus gentes encuentran en él una salida, un retazo de esperanza entre tanta modestia y penuria. Y Él tiene un poder de transformación exclusivo: de miseria a cante, de escasez a bulerías. Hasta el mismo olivo, cuya madera pudiera ser tablao de interminables faenas de cante jondo, oscila entre las grietas de los muros derruidos. Otro atisbo de vida.

Ella, sin embargo, es otra historia. Aquellas dagas, ya oscuras por la llegada de la noche, se dejan ver por entre la malla, y la anciana de esta tarde sale a su puerta. No es momento de Beigbeder: ella no entiende de música. Se recoge su falda de romera y le dedica un sentido y enérgico palmoteo, a pesar de su avanzada edad. En un balcón próximo, se encarama un calé hermano en la barandilla. Este tampoco entiende de técnica, de ejercicios previos ni de academias. Entiende de sillas de enea, de madrugadas eternas y de alma misma. La mía, hasta el momento presente, sigue sobrecogida.

Ya de regreso, desnudo el sentimiento y el corazón hecho jirones, mi parecer y concepción acerca de cómo querer a alguien han cambiado sobremanera. Yo quiero querer así también. Sobre mí, un firmamento despejado,  componiendo versos ininteligibles en un idioma que desconozco. Alguien, a lo lejos, pide al barrio las llaves de este cielo estrellado, de este firmamento. Y es cuando vengo yo a preguntarme: ¿quién tiene las llaves de la soga áspera y  ruda que entrelazan y paralizan sus manos?

Es el primero de todos ellos, origen y causa. Digo yo que Él también querrá unirse. ¿Acaso no es también gitano?

 

(Fotografía Miguel Guerrero)