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Blanca e imperial

Hasta el amanecer me supo distinto. Deslumbrado por un lienzo de celestes solo concebibles en caprichos de primavera, el Porvenir se desperezaba anhelando sorpresas. Una brisa caliente horadaba desde primeras horas las fachadas de las villas de Aníbal González y Juan Talavera, adalides del regionalismo andaluz y símbolos de prosperidad y progreso. La espesura detenía su dispersión por entre las tapias, a veces haciendo ininteligibles la lectura de las calles Montevideo o Brasil. Las colgaduras irradiaban una cálida gama cromática que combatía inútilmente con un blanco abrumador.

Desde bien temprano el barrio era un incesante vaivén de gentes y fieles, pero sin capirotes y capas blancas. Hace dos años fue en verano, esta vez cayó en otoño. Quizás la próxima vez sea un domingo de primavera, aunque un recorte de su florido vestido acicaló la verja que abre de par en par las puertas de la Semana Santa.

“Un niño trajo la sábana blanca, a las cinco de la tarde”, expresó desgarradoramente el poeta. Aquí la ha traído la “rosa blanca coronada”, que cantó Manuel desde el balcón. Una vez abiertas las hojas de la Parroquia de San Sebastián, y florecidos el nardo y el gladiolo (auténtico placer olfatorio) la Virgen de la Paz inició el camino a la Catedral como consecución a las labores caritativas, asistenciales y formativas emprendidas por la Hermandad. Y, cómo no, por la devoción de un pueblo.

Un pueblo congregado en la arteria principal del Porvenir, que estalló en clamores cuando los ya decadentes rayos de sol de la tarde salieron al encuentro de la malla y la morenez cincelando un auténtico río de plata en la diadema, bordeando como un arcoíris argénteo las sienes de María.

El verde frescor del Parque quedó apartado y sobrepasado por el calor humano congregado en los jardines de la infanta María Luisa, no acostumbrada a ver a su Virgen de la Paz descomponiendo atardeceres y con la candelería completamente encendida. Dejando atrás la fuente de la Plaza de España y bañada de una luz absolutamente sevillana y rota, aceleró notablemente su marcha por la glorieta de San Diego y Palos de la Frontera, ya caída la noche.

Atravesada la Puerta de Jerez, se detuvo ante la puerta del Consejo de Hermandades cerca de las nueve y cuarto de la noche, arropada por una multitud considerable, que entró en delirio en la Plaza de la Contratación cuando la banda de Santa Ana arrancó los primeros compases de Macarena, del maestro Cebrián. Mientras, la Agrupación Musical de la Encarnación anunciaba la llegada de la comitiva en la plaza del Triunfo, situándose justo enfrente de la Casa de la Provincia.  Una auténtica masa humana recibió a la Virgen de la Paz en las murallas del Alcázar, horneando la piedra centenaria el centelleo casi consumido de las velas.

A la altura del arco árabe que da entrada al Patio de Banderas, los allí presentes presenciaron el desiderátum, una revirá de otra dimensión con los acordes de la populosa marcha Mi Amargura: momento sin duda culmen de la procesión cuando el palio ya encaraba la Giralda, anoche con una tonalidad especial. Para finalizar, la banda de la Encarnación interpretó Jesús de la Victoria cuando la Virgen desfiló ante el banderín de la agrupación; recuerdo que sin duda permanecerá indeleble en la memoria de los músicos de la Calzá.

Cuando restaban siete minutos de las once de la noche y con las campanas de la Giralda en repique arrebatador, la Virgen de la Paz ya se deslizaba por el frío de las losas catedralicias. Permanecerá una semana cobijada por las naves góticas y, cuando vuelva a salir, aquella diadema que aniñaba el rostro de la Paz del mundo se habrá convertido en una auténtica corona de plata pura como símbolo de su nombre sembrado para el mundo.

 

(Fotografía Carlos Rojas)