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Las cofradías, comunidades cristianas de fe

Que la fe se vive en comunión es una verdad axiomática del cristianismo derivada del plan de salvación realizado por Cristo con la fundación de la Iglesia, que, además, está basada en la verdad antropológica del ser social del hombre y, por tanto, en el plan querido por Dios desde la creación del mundo.

En cada comunidad cristiana se manifiesta la Iglesia, por medio de la cual Cristo ha querido prolongar su existencia terrenal, lo que la hace manifestarse como su cuerpo y como sacramento de salvación en medio del mundo.

La Iglesia es la comunión de los que manifiestan su fe en el Hijo de Dios, por lo que es algo más que un colegio profesional, el clero, que proporciona un servicio religioso; no es, así mismo, una sociedad de castas, sino que todos sus miembros forman una sola familia en cuanto han recibido la filiación divina adoptiva a partir de la encarnación del Verbo en la plenitud de los tiempos y de su entrega incondicional a la voluntad del Padre hasta su muerte en cruz.

Siendo la Iglesia una, pues parte del mismo principio fundante, la experiencia de Jesús de Nazaret, garantizada por la legítima sucesión apostólica y por la comunión con la sede de Pedro, es plural, pues en ella se manifiestan diversos dones y carismas y diversas sensibilidades derivadas de su inculturación en las diferentes coordenadas espaciotemporales.

Entre las comunidades que se han desarrollado históricamente, como fruto de este proceso, dentro de nuestra Iglesia, y que gozan de plena vigencia, son nuestras Hermandades y Cofradías, que sirven  de cauce de expresión religiosa y vertebración eclesial para muchos fieles.

Hoy más que nunca, la sociedad globalizada, laicista y multicultural en la que vivimos exige a los fieles buscar canales eficaces de la fe, para vivirla y proyectarla conforme a su propia idiosincrasia y sensibilidad, pues la parroquia, institución clásica de la presencia de la Iglesia en una sociedad oficial y mayoritariamente católica, se muestra hoy como insuficiente, aunque es la casa de todos, donde se deben articular los diversos grupos y movimientos y vincularse con la jerarquía eclesiástica.

Si la configuración con Cristo, es decir, la cristificación del fiel, su fin como creyente, necesita un conocimiento de Éste, junto a la voluntad de seguirlo, para hacer un ejercicio verdadero de la libertad cristiana, la formación es necesaria pues nadie ama lo que no conoce y se hace más urgente en cuanto le es preciso dar cuentas de su fe en una sociedad que ya no es sociológicamente cristiana.

Frente al neopositivismo imperante, las hermandades y cofradías ofrecen un ámbito de encuentro con el misterio de Cristo. En primer lugar, en las imágenes, que rebasan el triángulo cerrado de cualquier obra de arte profano: artista, creación, espectador, constituyéndose en una auténtica ventana al Absoluto, en un sacramental, en una energía vivificadora con una función diaconal, mediadora, entre el creyente y el misterio representado, en una invitación constante a la oración.

En segundo lugar, en la propia comunidad, al ofrecer en ella tanto un medio en donde conocer, meditar y celebrar una fe única y en donde encontrar un apoyo mutuo en los momentos difíciles, como un inapreciable instrumento ante la urgente necesidad de la caridad, catalizador en la construcción del Reino de Dios, tarea de la Iglesia, que se cimenta en la consecución de una vida digna para todos los hombres, acorde con su dignidad de hijos de Dios.

En tercer y último lugar, estas corporaciones contribuyen a hacer presente a Cristo en una sociedad desacralizada que ya no es homogénea ni mayoritariamente católica y que es laicista, transmitiendo un referente religioso y un mensaje salvífico integral que habla no sólo a la mente sino principalmente al corazón, principal motor de la voluntad.

Las hermandades y cofradías son, en suma, la armonización entre una doble fuerza centrípeta, en cuanto refugio ante las adversidades de la vida y las tentaciones del mundo, y centrífuga, pues catapulta la dimensión apostólica del creyente, exhortándolo a la profesión pública y vivencia de su fe.

Las comunidades cristianas, entre las que se encuentran las hermandades y cofradías, tienen que brillar, en primer lugar, por el ejercicio de los valores evangélicos, que ofrecen una alternativa total ante las seducciones del mundo, que también tentaron al propio Cristo, y, que, por lo tanto, podemos calificar sin miedo de contraculturales.

Frente al valor del parecer, que gira en torno al honor y al prestigio como índices del triunfo personal, el evangelio propone el valor del ser como imagen y semejanza de Dios, que se ha revelado plenamente en Cristo, en lo que radica la igualdad en dignidad de todos los seres humanos, su dignidad y su plena configuración.

Frente a la dinámica del tener, tanto tienes tanto vales, se ofrece como contrapunto la del compartir, basada en la solidaridad, que no es otra cosa que la justicia distributiva, en cuanto que el hombre no es dueño de la creación sino administrador de sus riquezas en nombre de Dios para beneficio de la comunidad.

Por último, frente a la ambición del poder, que a veces incluso se enmascara bajo la apariencia del bien, se presenta la actitud permanente de servicio, que se ejercita en el amor al prójimo, considerado como fin del ejercicio y no como medio para escalar puestos en la vida.

Para concluir, las hermandades y cofradías, si quieren ser fieles a su propia tradición y a las necesidades de la Iglesia, deben ordenarse según tres parámetros: la promoción del culto público –fe celebrada-, su fin primordial, la respuesta a una profundización en la doctrina sagrada –fe creída- y la urgencia al ejercicio de la caridad –fe vivida-.

 

(Fotografía Victor González)